domingo, 21 de marzo de 2010

El Tubo de Mirar. Novetela humorística. Capítulo XIV.

El Tubo de Mirar.


Capítulo XIV: Yómfili Sebas.
 
Dos días después, miércoles, tuve la fortuna de encontrar un nuevo mundo. Sus habitantes tenían cuatro ruedas bajo la cintura pero los más adinerados se desplazaban sobre un vehículo de dos piernas para recorrer distancias largas mientras que aquellos menos pudientes debían conformarse con las ruedas, con las que iban mucho mas rápido. Los que pertenecían a clases bajas nacían y vivían en ostentosos palacios mientras que los ricos se costeaban minúsculas chabolas donde vivían hacinados y pagaban cantidades ingentes para que les cortaran la luz y el agua, servicios considerados inmundos.

Sin perder un segundo telefoneé a Felicita, quien se comprometió a acudir en cuanto terminase su trabajo en la fundación. Luego tomé varias fotografías e hice mis anotaciones en la libreta.

La dulce Felicita llegó más bien tarde.

- Perdone el retraso, Eugenio- se disculpó- pero ineludibles asuntos de trabajo me han impedido llegar antes.

- Usted, Felicita, - respondí- nunca llega tarde pues es bienvenida siempre. El tiempo para mí se detiene cuando la espero y mi ansiedad se torna en ilusión, ¡grata ilusión, cuando yo sé que usted vendrá! Pero no quiero entretenerla con mis marico..., con mis sentimientos. Siéntese, por favor, en esta silla y contemple el nuevo mundo que he descubierto.

- ¡Es increíble!- dijo en un susurro y lo repitió varias veces.
- Lo sé -contesté yo bajando la voz también- las personas allí llevan ruedas.

Estuvo no sé cuánto tiempo sin apartar el ojo del Tubo, observando atenta y detenidamente aquel extraño mundo y sin prestarme a mí atención alguna pese a los sugerentes y sensuales bailes con que pretendí hacerme notar. Sentía celos de aquellos seres infinitesimales. Es estúpido, sí, pero y qué. Así era. Ella prestaba más atención a mis descubrimientos que a mí mismo. Yo me conformaba con ser el vehículo que la transportaba a mundos de ensueño pero no podía evitar sentirme ninguneado por mi Tubo.

Y la prueba es que la dulce Felicita Fidalgo permaneció unas dos horas observando a los pequeños seres sin hacerme a mí ni caso y al terminar se despidió y se fue no sin antes advertirme que no dejara de llamarla en cuanto se produjese un nuevo descubrimiento.

Pensé que, no obstante, su aprecio por mi persona no podía sino aumentar ya que a fin de cuentas era yo y no otro quien poseía el Tubo, y que con el tiempo aquel aprecio podría devenir en devoto amor.

Era ya tarde, había oscurecido y tampoco se trataba de gastar inútilmente la vela. Mi primera intención era la de irme a casa, mas durante el camino, montado yo en mi bici pedaleo que te pedaleo , oí una voz interior que retumbaba en mi cabeza y con muy mala leche me ordenaba destruir cosas sin especificar cuáles, así que baje de la bici y le pegué fuego a una papelera, con la mala fortuna de ser avistado por un agente de la policía municipal, autoritario y agresivo, quien con malos modos se hizo conmigo y sin mediar palabra ni conmiseración me introdujo contundentemente en su vehículo y me llevó a su cuartel. Allí saludé a los que estaban de guardia, todos conocidos de otras veces. El agente y un compañero me tomaron declaración. Yo, debo decirlo, colaboré sin resistirme y reconocí los hechos, manifestando en mi descargo que si bien era cierto que yo y nadie más era el responsable de quemar la papelera no lo había hecho con intención alguna, ni buena ni mala, que todo había sucedido a requerimiento de una voz interior que me lo había ordenado y que acaso fuera la voz del propio Dios, y siendo yo como era una persona formada en la religión y observante de las normas y conductas de la iglesia, ¿cómo iba a obedecer a los dictados de la razón desoyendo los divinos, de mucho más peso?, ¿acaso Abraham no se prestó a degollar a su hijo cual si de un cordero se tratase atendiendo instrucciones del Sumo Hacedor?, ¿se atreverían ellos, los policías, a desoír una orden del más alto de sus superiores?, no lo creía, advertí, pues parecían gente cabal, y en lo que a mi respecta, proseguí, siempre preferiré prender fuego a una papelera u otro mueble urbano antes que ser yo mismo el que resulte fulminado por un rayo divino, o lo que es peor, arder eternamente en los infiernos de Satanás a partir del día de mi muerte física, que, añadi, esperaba aun lejano.

Recogí la copia de la denuncia y volví echando leches al lugar de autos, donde por suerte esperaba todavía incólume mi bicicleta junto a la papelera humeante.

Por el camino a casa fue objeto de reflexión el hecho de que mi bicicleta, teniendo como tenía ruedines técnicamente no debía denominarse bicicleta, pues ese nombre por definición se reservaba a aquellos vehículos que llevaban dos ruedas o cicletas. seria mas correcto nombrarla cuatricicleta ó bi-bicicleta? Dejé el asunto para utilizarlo como interesante tema de conversación en mi próximo encuentro con Felicita y en eso llegué a casa.

Allí fui recibido cariñosamente por el bravo y noble Cancerbero, que me saludó oliéndome los huevos. Debo decir en su honor que con el paso de los días su comportamiento tornábase gradualmente mejor. Extendía su patita y se sentaba incluso sin ordenárselo yo, y solamente cagaba sobre mi cama, la mesa del salón, el sofá, la enciclopedia, mi mueble más preciado, la alfombra de la entrada, la mesa y los dos taburetes de la cocina, el televisor, la batidora, la ropa sucia, la ropa limpia, la de entretiempo, el teléfono, los cuadros del pasillo, mi colección de sellos, mi caja de Crunchy Fruits chocolateados, el tazón del desayuno, la cubertería, mis botellas de ron, las facturas de Fenosa y las sandalias de charol. Como premio estuve un rato jugando con él y le prometí que a partir del día siguiente lo llevaría conmigo al taller para que no se sintiera solo.

Y así, tras un reconfortante sueño me levanté al alba y con mi perro y mi bici salí de mi casa. Por el camino paré en la tienda de fotos. Quería asegurarme de que las imágenes eran buenas antes de retirar la muestra del Tubo de Mirar. El muchacho me dijo que en una hora, con suerte algo menos, podía pasar a recoger las fotografías. Me senté en la puerta de la tienda y esperé paciente hurgándome la nariz. Pasado el plazo volví a entrar.

-Perdóneme, caballero- dijo el chico tras entregarme las fotos y cobrar su dinero- yo soy un profesional y como tal me impongo la norma de revelar las fotografías mirándolas pero sin verlas. Entiendo que lo que cada cliente me trae a revelar no es de mi incumbencia. Veo muchas cosas raras, ya sabe, personas desnudas y todo eso, y procuro no fijarme ni hacer preguntas, pero lo que usted me trae es algo totalmente distinto a lo que estoy acostumbrado, y no puedo evitar sentir curiosidad, aun a riesgo de ser indiscreto.

-Escucha muchacho -contesté yo un tanto arisco y cejijunto- estas fotografías las tomé durante mis vacaciones en un archipiélago del Pacífico.
-Usted sabrá disculpar mi insistencia, señor, pero no tengo noticia de que en ninguna isla del Pacífico ni en ningún otro lugar del mundo la gente lleve ruedas incorporadas al cuerpo.
-Tienes razón, chico. Te mentí deliberadamente. Lo hice para ponerte a prueba. Lo cierto es que no son del Pacífico. Como ves no aparece ninguna chica de rasgos orientales bailando con e1 pecho al aire. No, no. No son de allí
- ¿Entonces, caballero, de dónde son?
- ¡Deja a ya de fuchicar en asuntos de otros, chaval! -grité perdiendo los papeles y los estribos.
-Le pido nuevamente disculpas, señor. Ciertamente esto no es de mi incumbencia. Le ruego que no pierda la confianza en nuestro establecimiento. Le prometo ademas que en adelante aplicaremos a rajatabla las normas de mi profesión y no habrá mas preguntas. Como premio anticipado a su fidelidad como cliente me sentiría muy honrado si acepta como regalo estos cuatro carretes y un descuento del 10% en sus próximos revelados. Además tiene mi palabra de que en adelante daremos prioridad a sus encargos -dijo todo esto de un tirón y de una manera un tanto mecánica, sin dar muestra alguna de sentirse azorado o asustado por mis aterradores gritos y mi presencia siempre imponente. Luego se quedó callado, mirándome, como esperando una respuesta.
-Esta bien- dije yo tras una larga pausa- acepto las disculpas, los carretes y el descuento. Espero en adelante una absoluta reserva sobre el contenido de mis negativos, ¿estamos?
-Desde luego, caballero.
-Pues eso. Adiós.

Y salí precipitadamente de la tienda, meditabundo. El material con el que yo trabajaba, pensé, era demasiado delicado y habría en todo el mundo personas, empresas y gobiernos que ambicionaban ese tipo de descubrimientos y por primera vez fui consciente, gracias al incidente, de que mi Tubo de Mirar y lo que con el se veía podía tener un valor mucho mayor del que yo le asignaba como medio de conseguir el amor de la dulce Felicita. Una pequeña indiscreción podría dar al traste con todo. Ahora, ademas de Felicita y de mí mismo, el perspicaz mocoso del establecimiento de revelados estaba en el secreto, o al menos tenía elementos para sospechar. Decidí, no obstante, seguir llevando allí mis carretes. A fin de cuentas, cambiando el proveedor de ese servicio sólo conseguiría ir dejando pistas por toda la ciudad.

Otro suceso que ocurrió inmediatamente después, llegando yo a la puerta del taller, me empujó a extremar las precauciones. Un hombre muy mayor me abordó.

- ¿Es usted el Dr. Eugenio del Río?- inquirió.
- Le contestare cuando sepa quién lo pregunta- respondí yo.
- Mi nombre es Yómfili Sebas -su voz era profunda y su aspecto impecable.
- ¿Yómfili Sebas?, no será usted masón, o judío. No quiero ser impertinente, pero comprenderá usted que con ese nombre...
- Aquí tiene mi tarjeta -me tendió una en la que se leía “John Philips Evans”.
- Vaya- intenté disimular mi desconcierto- John Philips Evans, ¿japonés?
- Soy ciudadano norteamericano.
- ¿Y el acento?
- Lo perdí hace años.
- Pues usted dirá, no tengo mucho tiempo.
- ¿Podemos entrar en su taller?, hace frío.
- Más frío hace dentro. Si quiere algo, señor John, dígalo ya.
- Escuche, Doctor del Río- dijo secamente enseñándome discretamte un viejo revólver Smith and Wesson del calibre 39 y del año 1926- usted tiene algo que me interesa.
- Ignoro a qué se refiere -contesté tras perder el control de mis esfínteres y a punto de emprender el llanto.
-Abra la puerta del taller, Doctor -el tono era frío y amenazante.

Recordé entonces, gracias a la intervención de Nuestra Señora, la Virgen de la O, que con San Sebastián comparte el patronazgo de Pontevedra, recordé, digo, unas palabras que un día pronunciara mi difunto amigo y asesor Antonio Cortés, de quien creo que ya le hablé en alguna ocasión. “Nunca olvides lo que te voy a decir ahora, Eugenio, pues tengo la seguridad, siendo como eres un pobre diablo sin oficio ni beneficio, un vago y un bala perdida amigo de meterse en líos, algún día, repito, tengo la seguridad de que sera útil lo que te procedo a decirte: Cuando veas tu vida amenazada por un extranjero que te apunta con un viejo revolver Smith and Wesson del calibre 39 pégale un patadón en la espinilla, hazlo con todas tus fuerzas. El golpe en esa zona de la pierna de un extranjero provoca un dolor tan intenso que durante unos instantes perderá la iniciativa, momento que tu aprovecharás para arremeter contra él con todas sus fuerzas. Recuérdalo cuando llegue el día, y toma ejemplo de tu hermana, que se ha reformado y por fin es fiel a su marido, tu cuñado.”

Aquellas premonitorias palabras del malogrado Antonio Cortés acudieron a mi memoria. Seguí el consejo al pie de la letra y propiné a Yómfili Sebas la consabida patada. Él, sorprendido, abrió los ojos con desmesura y lanzó un aullido de dolor. Comenzo a dar saltitos con la pierna buena y a gritar "ostia, ostia" mientras se agarraba la pierna dolorida con las dos manos.

Yo cogí mi bici y le arreé un bicicletazo en la cabeza. Sé que no es muy elegante agredir a un anciano con una bicicleta con ruedines, el propio Cortés hubiese opinado lo mismo, pero mi vida corría peligro y no encontré cerca de mí más que la bici y al noble Cancerbero, que observaba la escena mientras hacía caca con gesto despreocupado. El caso es que John Philips Evans yacía muerto para siempre. Le robé la cartera y el revólver y echando un vistazo a mi alrededor para asegurarme de que nadie había presenciado la escena entré precipitadamente en el taller. Yo también estaba todo cagado y meado del susto y antes de examinar el contenido de la cartera me aseé un poco.

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