Por Manuel Pérez Lourido
Hace
unos pocos años entrabas en un chino (antes de la crisis ir a un
chino era ir a cenar, ahora ya saben a qué me refiero) con diez
euros en el bolsillo y salías empujando un carrito lleno a reventar.
El carrito te lo habías comprado dentro también. Y además con una
sonrisa de oreja a oreja y la convicción de que los habías engañado
como a chinos (vaya mérito) sin sospechar que ellos también
pensaban lo mismo respecto de ti. Cosa que comprobabas al llegar a
casa y probar un par de bolis que no escribían, un pegamento que no
pegaba, dos fundas que no servían para nada en concreto, una novela
a la que le faltaban páginas y en la que no se moría nadie, un
reloj de cuco en el que un supuesto cuco no hacía cu-cú sino que
tosía, etc, etc. A partir de entonces, cuando volvías a un chino,
ya no lo hacías cayendo en el consumismo sino en la resignación.
Los chinos eran jóvenes y amables y entendían todo lo que le decías
aunque tú no les entendías una mierda (ahí ya debías de haber
empezado a sospechar que eran más listos que tú). Sonreían e
inclinaban la cabeza y lo hacía a la vez en la mayoría de las
ocasiones. En el resto de las tiendas no sólo no te sonreían, sino
que si sonreías tú te ponían clara de pedir explicaciones por ser
feliz. Además no tenían lo que pedías o no estaba a su alcance
sino en una estantería superior a la que había que acceder con
escalera y, aunque tú estabas viendo el objeto deseado, te decían
que no lo había. Tú te marchabas pensando que ello pensaban que
eras tonto, que no te habías dado cuenta de que en aquel comercio no
tenían escalera.
Pero
las cosas cambiaron: la prosperidad llegó a sonreir a los chinos
igual que hacían ellos con los clientes, y tal vez debido a eso. A
eso y a trabajar a destajo y a unas horas en las que aquí se hace la
siesta o se lleva a los niños a pasear o al catecismo o a se sale de
copas. Ellos estaban siempre al pie del cañón, apuntando a los
posibles clientes con su amabilidad y sus cabeceos: así desarmaban a
cualquiera. Pronto se les vio al volante de cochazos que tú nunca
podrás llegarte a comprar y con ropa cara que nunca venderán en las
tiendas donde te compras la ropa y entrando en edificios en los que
tú jamás soñarás con tener un piso. Hasta ahí todo bien, se lo
habían merecido. Si tú hubieses intentado hacer lo mismo que ellos,
para empezar estarías meses de baja por tortícolis. Lo malo del
asunto es que ahora entras en un chino y no te saludan, ni siquiera
en chino. Te hacen un gesto con la cabeza cuando preguntas donde está
tal o cual cosa, te cobran mientras mastican chicle y charlan en
chino con otro chino o china que tienen al lado para charlar y hacen
que parezca que les importas una mierda aunque estés pagando a
tocateja. Los productos que venden ya no son tan baratos y la mayoría
de ellos hasta funcionan. Y el otro día fui a uno a la hora de comer
y estaba cerrado. Aunque eso no es lo más preocupante. Lo
verdaderamente terrorífico va a llegar el día que entres a un
comercio local y el dueño te salude en la puerta con una inclinación
de cabeza.
Es curioso ver la cara que ponen en el chino cuando les pides un ábaco chino.... te miran como diciendo, eso si que vale para algo, y no sirve para vosotros...... me pasó en tres comercios chinos.
ResponderEliminarJa, ja, ja... tienen toda la pinta de que "se saben" más listos.
ResponderEliminarjaja, pues sí yo ayer justamente andaba buscando en un bazar de estos un disfraz de insecto para niños pequeños, no, no es que yo sea una madre desaprensiva es que en su cole son muy originales, con deciros que el año pasado tocó de señales de tráfico y el anterior de verduras...
ResponderEliminarPues no veáis lo difícil que es explicarle a una china lo que son los insectos y sus variedades sin parecer gilipichi...¡y todo para descubrir que en los chinos los disfraces valen casi el doble!