sábado, 16 de enero de 2016

Fray Antonio no hacía milagros



Lo conocimos en Pontevedra como Antonio del Águila, aunque fue bautizado en 1424 como Antonio Torriani. El apellido Águila se lo pusimos aquí por ser natural de la localidad italiana de Aquila. Apareció en Galicia hacia 1464. Tras haber cursado estudios de humanidades y medicina en la universidad de Pavia decidió hacerse fraile agustino. Y luego, ya con 40 años, una edad que en su época casi lo convertía en un anciano, entró aquí como un extraño, peregrinando desde Italia hasta Compostela.

Eran tiempos en los que la ciencia estaba reñida con la religión. Notable médico y cirujano, una vez aposentado aquí, Fray Antonio decidió recorrer de ida y vuelta, una y otra vez, el camino entre Compostela y Pontevedra, siempre a pie, curando a los peregrinos y a cualquier otro doliente al que se pudiera encontrar. Todos acudían a él, pues pronto adquirió fama de sanar a enfermos que otros médicos daban por perdidos. Al poco de llegar a Pontevedra se extendió la noticia de que sus curaciones eran milagrosas. Él lo negaba indignado, diciendo que eran sus estudios en Pavia, sus muchos años de práctica y algunas técnicas que había desarrollado por su cuenta los que le permitían curar a sus pacientes, pero nadie le creía. Sus curas eran milagrosas, Antonio del Águila tenía un don divino y punto. Cuando un paciente se le moría era porque Dios había decidido no obrar el milagro.

Los médicos de Pontevedra y Santiago pronto se enemistaron con él, por varios motivos: no cobraba por sus servicios, era mejor que ninguno y obraba milagros, lo que lo convertía en un competidor desleal. Comenzaron a prohibirle la entrada en posadas y hospitales. Águila tuvo que pedir una licencia al arzobispo Fonseca, que se la concedió, convencido también él del carácter milagroso de sus métodos. Cuando extirpaba un tumor, como buen fraile, hacía sobre la frente del doliente la señal de la cruz, y el paciente curado salía de ahí contándole a todo el mundo que lo que lo había sanado era la bendición, no la cirugía. Así pasó el hombre seis años por aquí, tratando de convencer a todo el mundo de que no hacía milagro alguno sin que nadie le hiciera caso.

Un buen día él mismo sufrió una enfermedad que le provocó una cojera permanente y por más que explicó cuál era el origen de la enfermedad y los motivos de su cojera, todos creyeron que era una prueba divina. Comenzó a caminar apoyado en un báculo que según todo el mundo era un báculo que le había dejado Dios. Al pobre fraile le indignaba aquella insistencia en el carácter milagroso de todo lo que le rodeaba. Cuanto más se esforzaba en negarlo, más insistían todos, que achacaban esas negativas a un exceso de humildad que impedía al fraile reconocer que era Dios quien curaba a través de su elegido.

Por fin se fue de Pontevedra. Desde su orden lo mandaron de vuelta a Aquila y allá se fue caminando de vuelta, convencido de que dejaba en Pontevedra su fama de santo milagroso, entre otras cosas porque aquí se extendió la noticia de que no eran los agustinos quienes lo mandaban marchar, sino una revelación divina que había recibido en sueños. Se equivocaba. Llegó a Italia y la fama había llegado antes que él. Plantó un olivo y la gente iba allí, a rezarle al olivo, mientras él los miraba perplejo y les pedía que dejaran de hacer el ridículo. Los médicos italianos eran como los de Pontevedra. Un día, cuatro de ellos decidieron matarlo y planearon una emboscada en el camino a la iglesia a la que acudía cada domingo. Antonio del Águila llegó antes que ellos. Los cuatro médicos, que no sabían que el hombre llevaba más de dos horas en el interior del templo, se convencieron de que había pasado ante ellos pero no lo habían visto porque se había hecho invisible. Entraron en la iglesia y llorando de rodillas le pidieron perdón. Y por más que el fraile explicó ante todos los presentes que él no se había vuelto invisible, que simplemente aquel día había llegado antes, nuevamente nadie le creyó, por lo que tuvo que pasar el resto de su vida como un hombre capaz de volverse invisible. A su paso los vecinos hacían reverencias y se santiguaban mientras él insistía una y otra vez en que ni era un santo, ni hacía milagros, ni se volvía invisible, ni su báculo era sagrado, que se lo había dado un peregrino en Compostela. Que simplemente era un buen médico. Dio igual. Todos seguían yendo a rezarle al olivo y venerándolo como a un santo mientras el pobre hombre se desesperaba.

Murió a los setenta años sin convencer a nadie de nada. Su tumba se convirtió en lugar de peregrinación y aquel olivo que había plantado también. Para colmo, lo hicieron beato. Tuvieron que pasar varios siglos hasta que se le reconociera como uno de los mejores médicos de su tiempo, aunque él nunca lo sabrá. Lo verdaderamente milagroso es que, en vida, no consiguió convencer a nadie de que era totalmente incapaz de obrar un milagro.

2 comentarios:

  1. "y allá se fue caminando de vuelta"
    ¿Cojo? ¿Se fue de Pontevedra a Italia caminado, cojo? Jo, pues algo santo si sería ¿eh?

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  2. Eso dicen las crónicas, Gata. Le quedó una pierna más corta que la otra, pero eso no le impidió caminar, y así se desplazó todo el resto de su vida.

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