Capítulo XIX: Joaquinito. Felicita.
-A pesar de que he vivido y ocupado lugares inmundos desde que abandoné el hospicio, Dr. del Río, nunca había visto sitio tan sucio ni descuidado como su taller. Cualquier otro se hubiese negado simplemente a poner un pie allí, no digo ya a limpiarlo, pero agradecido como le estoy y decidido a no fallar en mi primer día de trabajo, me puse manos a la obra. Barrí y fregué el suelo, exterminé alimañas, ordené la herramienta. Y cuando estaba a punto de encaminarme a esta su casa para comer, hambriento, oí a alguien llamar a la puerta, preguntando por usted. Estoy acostumbrado a esconderme, y tengo un instinto especial, que me ha dado mi corta experiencia, que me alerta en casos de peligro. Oí después unas voces y entre ellas me pareció escuchar la palabra Tubo .
Acongojado, con los congojos en la garganta, emprendí una arriesgada acción consistente en apropiarme del tubo, mientras ellos, pues advertí que eran varios, atacaban la puerta con determinación de bombero. De camino aún tuve agallas para hacerme con el revólver del Sr. Evans, y esconderme en ese altillo inexpugnable que usted sabe y allí permanecí silencioso presenciando como aquellos execrables individuos arrasaban el taller buscando el tubo.
A medida que veían frustradas sus malévolas pretensiones, se enfurecían y sus esfuerzos destructivos, casi diría depredadores, se acrecentaban y ellos alzaban la voz cada vez mas y discutían entre sí.
-¿Donde está el dichoso Tubo?- preguntaba uno que pareció ser el responsable.
-¿Es un tubo lo que estamos buscando?, aquí hay uno- contestaba otro asiendo su pipí, medio en broma, medio en serio pero para mí que estaba borracho o influido por alguna sustancia sicotrópica.
-Debe ser como un tubo para guardar planos- terciaba otro al parecer más instruido.
El caso es que así anduvieron un buen rato.
-¿Y si no lo encontramos no cobramos?- preguntaba el del pipí.
Luego otro sugirió buscar o comprar o robar un tubo similar y presentarlo como el auténtico, tan siquiera para que paguen, opción que fue descartada de plano por el superior. Total, que entre pitos y flautas se retiraron mientras el borracho farfullaba: "lo que no está bien es comulgar con ruedas de molinos" una y otra y otra vez.
Permanecí achantado un buen rato en mi escondrijo por si se les ocurría volver, sin mayor esfuerzo, por costumbre, y al encontrarme seguro agarré la bicicleta, que según las instrucciones de usted estaba limpia como una patena y engrasada y raudo me dirigí a esta dirección dejando el taller tal como lo dejaron los desaprensivos. Pedaleé con todas mis fuerzas hasta llegar aquí y aquí estoy, sin más novedades que las referidas, Doctor.
Apenas terminado el relato de Joaquinito sonó el timbre. Abrí la puerta con el corazón galopante al advertir que quien llamaba era ni más ni menos la dulce Felicita Fidalgo, la que ocupaba mi mente, aquella a quien yo amaba. Entró como un trombo en mi casa.
-Eugenio, gracias a Dios, pensé que le habría pasado algo. Un poco preocupada por el estado en que lo dejé ayer por la noche, pasé hace un momento por su taller. Lo vi todo destrozado. Temí por su vida e inmediatamente me dirigí aquí para cerciorarme de que estaba usted a salvo, ¿quien es este niño, sobrino de usted?
-No exactamente, se llama Joaquinito, el niño expósito y es como si dijéramos mi hijo adoptivo.
-Vaya- Felicita me miro con nuevos ojos- nunca me había hablado de él.
-Ya ve, Felicita, también sé tocar la flauta y tararear el Himno del Perú. Como puede usted ver soy un pozo de sorpresas.- respondí autosuficiente, soltándome la trenza.
-¿Tiene usted el Tubo de Mirar?
-En efecto. El pequeño Joaquinito logró salvarlo de las garras de esos quienes fueran, no tengo palabras para describirlos y me lo ha traído aquí. El Tubo, señorita, está a salvo.
-Por poco tiempo si no toma usted medidas. No puede tenerlo aquí ni en el taller. Necesita usted un sitio seguro, ya que por lo que se vé hay mucha gente muy poderosa dispuesta a hacerse con su maravilla.
-Si yo en realidad no quiero jugarme la vida. Si en lugar de ir a las malas hablaran conmigo como individuos que somos, civilizados, así como amablemente, sin amenazas, con consideración, de ser humano a ser humano, proponiendo, sabe usted, respetuosamente, una cantidad generosa o algo, pues quizás llegáramos a un acuerdo amistoso que beneficiara a ambas partes. Yo tendría dinero para retirarme y llevar una vida regalada, pedirla en matrimonio y procurar un futuro mas que digno a Joaquinito y al bravo Cancerbero, con colegios y universidades privadas para el uno y croquetas de sabores para el otro, que a fin de cuentas la rentabilidad que puede proporcionar mi Tubo de Mirar convertiría en calderilla el dinero que les costaría. Pero no, son malos de nacimiento y se empeñan en conseguir lo que ansían a la brava, y así nos luce el pelo, en lugar de negociar las cosas y miel sobre hojuelas pues van a acabar con mi vida. Ahora ni me atreveré a seguir con mis investigaciones descubriendo nuevos y maravillosos mundos, tendré que esconderme con el Tubo para que no me maten y abandonar al bueno de Joaquinito el niño expósito nuevamente a su suerte y renunciar a mis esperanzas con respecto a usted, adorada Felicita, y tal y tumba ...- y prorrumpí en un sollozo desgarrado que me impidió continuar con mi sentida exposición.
-Tranquilo, Eugenio, si puedo hacer algo por usted ...
-¿Puedo apoyar mi cabeza sobre su pecho?- pregunté esperanzado, todavía con la respiración entrecortada.
-La siento, no creo que sea buena idea.
-Si era sólo para llorar, señorita.
-Ya, pero no.
-¿Y yo?- preguntó Joaquinito.
-¿Qué?.
-¿Puedo yo apoyar mi cabeza en su pecho para llorar, señorita Fidalgo?
-Si, Joaquinito, tú sí, que habrás pasado el susto de tu vida.
Y así, mientras el cabroncete fingía llorar sobre el pecho de mi amada, yo me fui a cama, solo y abandonado, con la única compañía del Tubo, al que no pensaba vo1ver a dejar solo. Recé mis oraciones, pidiendo a la Virgen Peregrina por mí, por Joaquinito, por Felicita, por mi madre y mi padre, por el Papa y los obispos, por aquellos que sufren injusticias, por los desamparados, por mi hermana que ya era al fin fiel a su marido, por las ánimas del purgatorio y por que los hijosputa que me querían joder la vida fueran víctimas de las siete plagas y sus hijos y los hijos de sus hijos hasta la séptima generación.
No dormí, señores, no pegué ojo en toda la noche, pensando, temeroso de mi sino. Oí como Felicita acostaba al niño y le contaba un cuento para dormirlo. Y luego, silenciosa, abandonaba mi casa quedándome yo triste y solo, y los libros empeña-a-dos en el monte, en el monte de pieda-a-a-ad.
La noche se me hizo larga, claro, con tanto problema. Ni pensar podía en volver a instalarme en el taller, como mucho llegarme hasta allí sigilosamente para recoger mis notas y mis pruebas, para no perderlas. Tampoco mi propia casa era segura, pues de sobra sabrían donde vivía yo. Para mayor inri ahora tenia a mi cargo al pequeño Joaquinito. Conmigo no estaba a salvo, pero no podía tampoco abandonarlo a su suerte. Sería una traición que no merecía el niño, ni por su edad, ni por lo mucho que había sufrido ya, ni por ser él quien había salvado mi Tubo y el revólver de Yomfili Sebas. Él confiaba en mi, por primera vez en su vida dormía en algo mínimamente parecido a un hogar.
Decidí empezar por resolver el problema del niño antes que ningún otro, no arriesgar su vida ni un minuto más.
Bien de madrugada me acerqué a su cama para cerciorarme de que dormía. Luego busqué en la guía de teléfonos el número del internado de los maristas. A Dios gracias solo había uno en toda la provincia.
-Ave María Purísima- contestó una voz somnolienta.
-Sin pecado concebida- repliqué yo educado en los usos de conventos y monasterios- quisiera hablar con el padre responsable de los internos.
-¿A estas horas?
-Dígale que es un asunto de la máxima importancia, me agradecerá el que le interrumpa el sueño, créame. Además sé que ustedes son muy madrugadores. Pronto llamarán a maitines. No le robaré mas que un minuto.
Se oyeron unos pasos y al rato llegó el cura.
-Ave María Purísima.- dijo.
-Sin pecado concebida -contesté.- ¿Con quién tengo el gusto de hablar?
-Soy el padre Tarsicio.
-Encantado de conocerle, padre Tarsicio, soy un benefactor anónimo.
-iAh, vaya, ejem, quiere hacer una donación!.
-No exactamente. padre. ¿Conocen a un niño llamado Joaquinito, el niño expósito?.
-¿Sabe usted algo de él, se encuentra bien?
-Si. el niño está perfectamente. He tenido noticias de él y estoy buscando la manera de devolverlo, aún en contra de su voluntad.
-Lo entiendo. Espero que no sea usted un degenerado y el niño no haya sufrido ningún tipo de abuso.
-¡ Por Dios, padre!, ¿con quién se cree que está usted hablando? El pobre chiquillo ha estado vagando por ahí, solo, yo estoy intentado devolverlo.
-Bien, bien. ¿Cómo podemos hacerlo?
-En primer lugar debe garantizarme que Joaquinito será bien tratado, y no me lo mandarán a un reformatorio o algo por el estilo.
-Señor benefactor anónimo, nuestra labor es cuidar niños, educarlos y prepararles un futuro. No tratamos a los chicos como a delincuentes. Tiene mi palabra de que no se moverá de aquí y será atendido con especial esmero.
-Quiero también garantía de que podré visitarlo cuando me plazca y llegado ese día se respetara mi anonimato. A cambio les haré llegar un generoso donativo de, digamos, dos mil euros.
-Primero el niño debe confirmarnos que usted no le ha hecho sufrir.
-El estará resentido conmigo por entregarlo.
-No se preocupe, lo tendremos en cuenta.
Acordamos la hora y el lugar de encuentro y nos despedimos.
Lo dejé dormir todavía un par de horas. Cuando despertó desayuné con él un buen tazón de Crunchy Fruits chocolateados. En dos días aquel chiquillo me había dado más que nadie en toda una vida, y yo a cambio estaba a punta de entregarlo a los maristas, pero ¿qué otra cosa podía yo hacer por él? Barajé la posibilidad de dejarlo al cuidado de la dulce Felicita, pero luego llegué a la conclusión de que quien me seguía a mí debía también conocerla a ella. Nada. El pobre tenía que proseguir con su educación, abandonada desde hacía varios años, relacionarse con otros chicos y tener un estatuto jurídico que no fuese el de "desaparecido".
Luego lo acompañé a dar una vuelta en bici. Quería que sus últimas horas conmigo las recordase con alegría, por lo que no paré de gesticular y reír como un poseso. Incluso, ya llegada la hora de comer le dejé montar en la bici.
Luego fuimos a comer una hamburguesa, que según tengo entendido es afición muy del gusto de los menores. No se la dejé probar , por eso del colesterol y el riesgo de sobrepeso, pero aún así parecía feliz, felicidad que me partía el alma. El pobrecillo me miraba dulcemente y sonreía. Próxima la hora de la cita le ofrecí ir al cine a ver una peli de chinos que se pegan. Nunca había ido al cine, confesó, y era aquella y ninguna otra la mayor de sus fantasías, su mas grande anhelo. Precisamente era en el centro comercial con ocho salas de cine donde yo había acordado con el padre Tarsicio la entrega de Joaquinito. Acostumbrado a no fiarme ni de mi sombra había elegido ese lugar y no otro por la gran afluencia de personas que se daban cita allí. Muchos niños, para que el padre no pudiese identificar a Joaquinito al instante y no más que un cura (yo había exigido al padre Tarsicio que acudiese con sotana, alzacuellos, birrete y paraguas para reconocerlo sin tardanza).
Pero llegando a la puerta del centro comercial Joaquinito el niño Expósito comenzó a dar muestras de enorme nerviosismo, carraspeando y haciéndose el remolón a medida que nos acercábamos.
Traspasamos la puerta de acceso y enseguida reconocí al padre Tarsicio. Vi que también el chico lo reconocía pues empezó a tirar de mí hacia atrás.
-Doctor, lo he pensado mejor y no quiero ir al cine.- dijo.
-Vamos niño Expósito, es lo mejor para ti- contesté con el corazón en un puño.
-No lo entiende, Doctor, no me quieren a mí, quieren el Tubo.
-¿Quienes?
-Ese que va disfrazado de cura, Doctor del Río, no es el padre Tarsicio, sino uno de los secuaces de John Philips, ni yo soy un niño huérfano, pues respondo al nombre de Rodolfo y tengo cuarenta y ocho años y mis padres, a Dios gracias, gozan de una envidiable salud. Pertenezco a una red internacional de traficantes de ingenios ópticos y me han utilizado para secuestrarle a usted. Me han elegido para interpretar el papel de un niño huérfano por mi capacidad camaleónica para la caracterización y por mis dotes interpretativas, pues soy un actor frustrado, ¡cómo si no iba a representar el papel de un mocoso a mi edad y midiendo un metro noventa y cuatro? Créame, le cuento todo esto porque me ha demostrado usted ser una persona con un gran corazón, quiero salvarle la vida y dejar de una vez y para siempre el oscuro y sórdido mundo de las redes de traficantes de ingenios ópticos.
Anonadado, como si me hubieran metido un carallazo en los huevos cogí a aquel farsante de la solapa de su mandilón y lo aparté lejos del campo de visión del fraudulento padre.
-¿Si?- pregunté iracundo- ¿y cómo es que hablé por teléfono con el si no es un marista de verdad?
-Doctor, es usted un ingenuo. No hay ningún internado de maristas en toda la provincia. Sólo tuvimos que dar de alta un número de teléfono a su nombre y poner un anuncio para que el número apareciera en todas las guías y servicios de información telefónica. El plan era ponerlo a usted contra las cuerdas y fingir que mi vida corra peligro para que usted no tuviera otra opción que contactar con ellos, ¿no lo entiende?
-¿Y por qué no me habéis robado el tubo a la primera ocasión?
-Nuestro proyecto era que John Philips se hiciese con él, pero al ver como usted se deshacía del americano discurrimos un plan mas sofisticado. En realidad creo que la capacidad de respuesta de usted fue sobreestimada, y por eso decidimos que no nos bastaba con tener el Tubo. Tras el fracaso de John Philips, o Yomfili, como le llama usted, se acordó que no bastaba con poseer el tubo si dejábamos con vida a su creador. Ahora el plan es secuestrar al Dr. del Río, usted, que nos enseñe a crear un tubo y a utilizarlo y luego asesinarlo para no dejar rastro. Si se acerca a ese falso sacerdote sera usted hombre muerto, y tanto el fiel Cancerbero como Felicita, los dos únicos seres que en la tierra sienten cierto aprecio por usted tendrían motivos para llorar, créame.
-¿Y cual es el motivo de que me confieses esto precisamente ahora?
-Ya se lo he dicho, Doctor. Mire, llevo muchos años inmerso en este mundillo, y estoy harto, quiero hacer mi buena acción, tengo dinero de sobra. Ademas estoy acostumbrado al espionaje industrial, a robar secretos a grandes empresas carentes de escrúpulos, y no a pobres hombres sin oficio ni beneficio. Usted tiene el secreto del Tubo de Mirar, aunque francamente le considero incapaz de crear una maravilla como esa, pero el caso es que de alguna fortuita manera esa obra maestra de la óptica ha caído en sus manos. Quiero que viva para ver si es capaz de hacer algo de provecho con una mano de cuatro ases.
-¿Y qué propones entonces?
-En primer lugar largarnos de aquí antes de que el falso marista nos reconozca.
Luego yo desapareceré, iré a las Islas Caimán para cancelar mis cuentas y me retiraré en mi isla del Pacífico, y usted se las arreglará solo. Únicamente me permito darle un consejo. No se fíe usted de nadie, ni de Felicita, pues sé que sus hermanos Armonio Y Amoroso han estado por ahí haciendo preguntas.
-¡Jesús, qué mundo este, que ya no puede uno confiar en nada ni en nadie! exclamé perdiendo los estribos.
-No grite, diantre, que nos van a oír.
-Perdón, es que todo me sale mal, hombre.
-Doctor del Río, tengo que irme. Le deseo de corazón lo mejor.
-Vete, vete, abandóname a mi suerte, pero antes dame un besito.
Y el falso huérfano me dio un besito y se largó corriendo.
Yo, por mi parte, cogí mi bici y salí también de allí, rumiando de camino mis desgracias e intentando buscar una solución a todas ellas. Resultaba que Joaquinito, tras haberme engañado me acababa de salvar la vida, que la dulce Felicita no era de fiar, ¿sería Cancerbero realmente un perro?
Decidí hacer un alto en el camino de mis problemas y parar en Casa Paca. Me recibió la propia Paca cantando a voz en grito una vieja melodía lombarda, le pedí una taza de vino, me la sirvió, pedí luego una tapa de oreja y otra de calamares a la romana y otra taza de vino y luego otra y otra más. Ya un poco mas animado me dirigí a la disco, aparqué la bici en la puerta y una vez dentro, ya en plan bailón me convertí como siempre en el rey de la pista provocando la envidia de todos los ligones que bailaban y para disimular su rabia fingían mofarse de mi.
Desperté, curiosamente, en el medio y medio del primer paso de peatones que hay en la avenida de Vigo, según se sale, bañado en orín y vómitos propios, con la bici a mi lado. Pasé por la Herrería, tomé una camelia en propiedad y, mas arreglado, subí hasta mi casa, me metí en cama y en ella terminé la noche ya mas tranquilo.
Me levanté y desayuné, Crunchy Fruits chocolateados. Comprobé que el Tubo estaba donde lo había dejado, sano y salvo, y el noble Cancerbero vivito y coleando, jugando con sus deposiciones como si de palomas se tratara. Todo en orden, gracias a Dios y a la Peregrina.
Ni yo mismo sé, por motivos que, Doctor, conocerá a su debido tiempo, como terminará esta historia, que cada vez me cuesta mas escribir y no sé aún si tendrá término, sea este o no feliz. Lo que si sé, y aquel día pensé en ello, es que todos los protagonistas, de una u otra manera, no permanecían mucho tiempo en ella, lo que da buena medida de la soledad en que me hallaba. El Dr. Padín salió nada más entrar, mi amigo y asesor Antonio Desleal murió antes de llegar, el americano Yómfili Sebas, violentamente fenecido al rato de su llegada, y ahora mi hijo, mi querido Joaquinito, mi ayudante, mi pupilo, se largaba para no volver , pues no regresó hasta hoy ni de él sé nada. Solamente permanecíamos mi bravo y fiel Cancerbero y yo, pues la dulce Felicita ni terminaba de salir ni acababa de entrar.
Y el Tubo de Mirar. El maravilloso Tubo de Mirar, culpable de todo y auténtico desencadenante de estos garabatos, quizás el único que al final permanezca. Pero no quiero adelantar acontecimientos ni ejercer de agorero. Es martes hoy, me duele la mano de tanto escribir sin interrupción. Quedan dos días para el jueves. El jueves, si llego a él, todo estará resuelto en buen o mal fin. Tengo bebida para resistir, voluntad para terminar y ganas de vivir.
Ahora no tardes quince días en continuar.
ResponderEliminarMuy bueno este capitulo, parece que va llegando el final, estoy en ascuas
ResponderEliminarMuy bueno, como todos. Compensa la espera.Curioso el cambio de personalidad del niño.
ResponderEliminarRodrigo, me desconcierta el cariz que van tomando las cosas, empezaba yo a querer a Joaquinito, quizás por lástima,seguramente por el pasado que había sufrido el niño expósito.....
ResponderEliminarY, de repente, es un tiarrón de casi 2 metros...No sé, o me perdí algún capítulo o definitivamente la bebida está haciendo mella de tus facultades.