Doña Sofía y los gatos.

Doña Sofía odia a los gatos. De una manera visceral, como los demás odiamos a las ratas. Es de imaginar que algún episodio infantil olvidado hasta por ella, hundido en lo más profundo de su subconsciente, es el causante de esa extraña fobia. En vida de Franco, al poco de casarse, a Doña Sofía se le metió en la cabeza que había que erradicar a todos los gatos de España, (su meta final, mucho más ambiciosa, alcanza a todos los gatos del mundo) y comenzó a utilizar su influencia sobre su marido para culminar su proyecto.

- ¿Le has dicho a Franco lo de los gatos? -preguntaba a Juan Carlos cada vez que éste volvía de una reunión con el Caudillo.
- No, cari, no he encontrado el momento oportuno -contestaba el entonces príncipe armado de paciencia.

Tras la muerte de Franco, muchas cosas cambiaron en España, que retomó su condición de Reino, asumiendo Juan Carlos la jefatura del Estado. Doña Sofía insistió en que, ante las Cortes, su marido, flamante Rey, anunciase el exterminio de los gatos como primera medida, en pie igualdad con el advenimiento de la democracia. El Rey se negó, claro, no sin antes consultar a sus asesores.

- Es un capricho de Sofía -les dijo-. Odia a esos animales, odio que yo personalmente no comparto, pero ya sabéis cómo se pone una mujer cuando se le mete una cosa en la cabeza. Y Sofía es muy tozuda. Me dice que de qué me sirve ser Rey si no puedo prohibir los gatos. Quiere que se incluya en la Constitución. Un Estado de derecho, libre, democrático, aconfesional y sin gatos.

Dimitido Arias Navarro, y nombrado Adolfo Suárez, con quien Doña Sofía tenía una buena relación (de amistad), la Reina aprovechó la tradicional fractura femoral de su marido en Baqueira-Beret para pedir un encuentro con el Presidente.

- Buenos días, Señora -la recibió Suárez con su perfecta dicción mientras besaba su mano-, ¿en qué puedo ser útil?
- Adolfo -contestó ella sacando del bolso un papel en el que llevaba escrito un discursillo que comenzó a leer así-: Encontrándose mi esposo el Rey postrado en el lecho, convaleciente de su fractura anual de fémur, y no teniendo mi hijo el Principito edad para asumir sus funciones, bien que no se ha formalizado un traspaso de poderes, se puede decir que, de facto, soy la Reina Regente en sustitución de mi doliente esposo -hizo una larga pausa mirando fijamente al Presidente a los ojos, esperando un asentimiento que al fin concedió Suárez, dubitativo-. Bien -prosiguió Doña Sofía-. Como Reina Regente de facto, te exigo que promulgues una ley ordenando el exterminio de los gatos.
- ¿Los gatos? -preguntó el presidente imaginando que la Reina se refería a alguno de los grupos terroristas que entonces proliferaban por todo el territorio español.
- Si, esos asquerosos bichos inmundos que amenazan con destruir nuestro modelo de vida, la prosperidad de nuestro pueblo y lo que es más -concluyó en tono trágico- nuestra propia supervivencia.
- No los conozco -respondió Suárez convencido, ahora sí, de que se refería Doña Sofía a un grupo terrorista- ¿dónde operan?
- No operan en ningún lugar -afirmó la Reina perpleja-. ¿Qué van a operar? Son felinos, no cirujanos.
-¡Ah!, se refiere usted a esos gatos. Veré qué puedo hacer.

Así fueron pasando los años y sucediéndose los presidentes. Con su adusto acento griego, Doña Sofía trasladó su petición a todos: Calvo-Sotelo, Felipe, Aznar y Zapatero. Ninguno de ellos hará constar ese hecho en sus memorias, por respeto a la institución monárquica, convirtiéndolo en un oficioso secreto de Estado.

Se cuenta que, en Madrid, Doña Sofía sale algunas noches, de incógnito, y extermina gatos con sus propias manos.