Por Manuel Pérez Lourido
Durante
las pasadas olimpiadas de Londres aparecieron ciertos titulares
inquietantes en la prensa. “Las
componentes del equipo nacional olímpico de natación sincronizada
se cortan la melena para un casquete”. Más o menos extractada en
estos términos leí la noticia en internet y se me encendieron las
alarmas. Luego me enteré de que el tal casquete hacía referencia a
un gorro muy ajustado con el que culminarían el vestuario de su
nueva coreografía. Con los cuerpos que se gastan estas chicas, ¿a
quien se le había ocurrido poner en la misma frase cortar la
melena (desmelenarse) y casquete?. Seguramente a alguien
como yo, que luego lee las declaraciones de un baloncestista español
(”Nos han dado por todos los lados” ) y se pone a sudar,
imaginándose la villa olímpica como lo que seguramente era: una
versión deportiva de Sodoma y Gomera (siempre pongo Gomera, porque
suena más a veranito y menos a mafia que Gomorra). Desde los gemidos
de Sharapova en la pista de tenis al golpear la pelota (estoy seguro
de había quien cerraba los ojos, para poner otra imagen en su
cabeza) no había visto tan cerca la conexión entre sexo y deporte
como en las olimpiadas. A lo mejor no me había fijado lo suficiente.
Aparte del episodio de Míchel tocándole los cataplines a
Valderrama en un córner y la portada del Buitre con todo el
armamento fuera del nido, siempre se habían mantenido ambos mundos
en su sitio. Y, como se ve por los ejemplos, el deporte era más bien
un ámbito donde la testosterona campaba a sus anchas de forma
palpable.
Hoy
en día ves a velocistas femeninas que parecen la versión más
musculada del Ken y a velocistas masculinos con más adornos en el
pelo que la malograda Amy Winehouse. Está todo más complicado e
impredecible. Eso sí, las nadadoras siguen siendo nadadoras (o sea,
se van a gastar una pasta en biberones) y los maratonianos siguen
pareciendo recién llegados de un spot de Lucha contra el
Hambre: ciertos arquetipos físicos mantienen la talla, nunca mejor
dicho. Igual pasa con las pertiguistas, sólo que cada vez son más
guapas. Si dejasen la alta competición y aumentasen la dieta
calórica, en meses podrían dar el salto (jejé) y ocupar las
pasarelas más exclusivas. No se puede decir lo mismo de algunos
hombres, por ejemplo los ciclistas. A la mayoría parece que el
esfuerzo les deforma las facciones y además no se lleva el moreno
obrero.
Volviendo a las chiquillas de la sincronizada (ocho titulares y una
suplente), no hay una que no pudiera salir anunciando cosméticos.
Allí hubo un casting bastante duro, lo cual tiene lógica porque
esta disciplina tiene un elevado componente estético y claro, si de
pronto en medio de un ejercicio milimétricamente perfecto bajo el
agua, sale a la superficie una con la cara de Carmen de Mairena...
En
fin, lo dicho, que las cosas nos entran por los ojos (los alérgicos
lo sabemos muy bien) y en las Olimpiadas no iba a ser menos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario