El mejor futbolista de todos los tiempos es Rafa Riaño y no
creo que nunca nadie llegue a superarlo. Riaño era un carrilero que recorría la
banda izquierda, siempre pegado a la línea. Cogía un balón, bajaba la cabeza y
subía hasta alcanzar el córner rival. Una vez allí, levantaba la vista y
mandaba un centro que no solía tener destino. Se movió durante 15 años por
todos los campos de 2ª B, con alguna incursión en 2ª. Cuando su equipo perdía
un balón bajaba a buscarlo y repetía una y otra vez su única jugada.
A lo largo de su carrera metió 25 goles, media docena de
ellos en el Pontevedra. Ganó 107 partidos, empató 87 y perdió 127. Con esa
estadística, está pensando usted, nadie puede ser considerado el mejor
futbolista de todos los tiempos. Pues se equivoca, querida mía. Rafa Riaño
sabía que nunca jugaría en el Madrid ni en el Barça. Él solamente sabía subir
el balón y mandarlo luego a cualquier lado esperando que hubiera alguien allí,
a ser posible de su mismo equipo. Todos sus compañeros, como todos sus rivales,
creían que ellos sí ganarían algún día una final europea. El único sobre el
césped que conocía sus propios límites era Riaño.
Los buenos aficionados granates lo recuerdan con cariño. Jugó
aquí entre 1997 y 1999 y nadie lo reconoció, salvo yo, como el mejor futbolista
de todos los tiempos. No lo era por otra cosa que por su honestidad. Jamás
intentó hacer nada que no supiera hacer y si alguna vez mandó el centro
perfecto fue por casualidad. Pero lo intentaba cien veces en cada partido, con
tanta honradez que siempre quise saltar al campo y darle un abrazo como si
acabara de meter cuatro goles seguidos. En ese mundo de posturitas era el único
que no buscaba a los fotógrafos ni perseguía el aplauso del público, que pocas veces
tuvo aunque lo mereciera más que nadie. Todos se comportaban como estrellas y
se paseaban por la ciudad como si fueran Maradona. Él no. Él era tan conocedor
de sus límites que se convirtió en un gran deportista precisamente por no
tratar de sobrepasarse a sí mismo.
Ayer, y con esto no cambiamos de tema aunque lo parezca,
Ramón Rozas escribía en esta página sobre el miliario romano instalado en medio
del restaurante del Museo de Pontevedra. No estoy del todo de acuerdo con el
maestro Rozas. No se ha instalado un miliario en medio de un restaurante: se ha
montado un restaurante alrededor de un miliario, que es mucho más grave. Hemos
puesto la historia de Pontevedra a la altura de un pincho de calamares, bien
que sea servido sobre cama de salsa de curry. Ojo: me encantará probar
cualquier plato que se sirva ahí, pero exigiré que nunca me sienten junto al
miliario. No quiero ser yo quien accidentalmente derrame una copa sobre un miliario
romano que utilizaron nuestros ancestros para saber dónde estaban.
Tengo motivos. Quien ha decidido montar un restaurante alrededor
de un miliario, me dijo hace un par de años: “Me acusan de querer meter ahí un
miliario y eso es falso”. Escribí entonces una columna con la que se dio por
inaugurado el anaisabelismo, una corriente muy popular de la que hoy reniego
furiosamente. No soy un amante de la Historia, aunque algunas veces haya
escrito sobre ella. Creo más en el presente y hasta en el futuro. Pero hay
cuatro normas que han de respetarse y una de ellas, quizá la primera, es la que
dicta que no es correcto vomitar sobre la memoria de un pueblo.
El edificio en el que hemos instalado el restaurante está
dedicado a Martín Sarmiento, quien curiosamente, a propósito de un miliario
como éste, escribía en el S. XVIII a un
ignorante: “Ni
te diste por entendido porque no sabes cuántas y cuales consecuencias se podrán
inferir de una inscripción desenterrada”.
Así vamos, querida amiga, de vuelta a Rafa Riaño. Él hacía
lo que sabía hacer. No engañaba a nadie. No mentía. No ofrecía más que lo que
se esperaba de él y lo hacía honestamente, con generosidad y sin algaradas. No
buscaba protagonismos tumbándose sobre el césped pidiendo una falta
inexistente. No exigía fotos, no daba patadas ni suplicaba adhesiones. Sabía
que si plantaba un miliario en medio del campo, tarde o temprano acabaría
partiéndose la cabeza contra él.
Uno puede ser el más grande en lo suyo, como lo fue Rafa
Riaño, que no sabía hacer otra cosa que correr la banda sin tener a quién
centrar. Entonces merecerá todos los elogios. Pero si alguien trata de
convertirse en una estrella y ejercer de Maradona, tiene que ser Maradona,
porque de no serlo se pierde y acaba montando un restaurante alrededor de un
miliario del año 134, cuando Jesús apenas llevaba cien años resucitado. Llovió
tanto desde entonces que si el padre Sarmiento levantara la cabeza, lloraría de
pena al saber qué han hecho con su apellido: cubrirlo de calamares. Quite usted
el miliario, amiga mía, o cámbiele el nombre al edificio. Desprecie nuestra
historia, si es su deseo, pero respete al bueno de Sarmiento, que no se metió
con nadie. Aprenda de Rafa Riaño: corra usted por la banda, querida, pero no
pretenda hacernos creer que es Maradona.
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