lunes, 27 de abril de 2015

Correr la banda



El mejor futbolista de todos los tiempos es Rafa Riaño y no creo que nunca nadie llegue a superarlo. Riaño era un carrilero que recorría la banda izquierda, siempre pegado a la línea. Cogía un balón, bajaba la cabeza y subía hasta alcanzar el córner rival. Una vez allí, levantaba la vista y mandaba un centro que no solía tener destino. Se movió durante 15 años por todos los campos de 2ª B, con alguna incursión en 2ª. Cuando su equipo perdía un balón bajaba a buscarlo y repetía una y otra vez su única jugada.

A lo largo de su carrera metió 25 goles, media docena de ellos en el Pontevedra. Ganó 107 partidos, empató 87 y perdió 127. Con esa estadística, está pensando usted, nadie puede ser considerado el mejor futbolista de todos los tiempos. Pues se equivoca, querida mía. Rafa Riaño sabía que nunca jugaría en el Madrid ni en el Barça. Él solamente sabía subir el balón y mandarlo luego a cualquier lado esperando que hubiera alguien allí, a ser posible de su mismo equipo. Todos sus compañeros, como todos sus rivales, creían que ellos sí ganarían algún día una final europea. El único sobre el césped que conocía sus propios límites era Riaño.

Los buenos aficionados granates lo recuerdan con cariño. Jugó aquí entre 1997 y 1999 y nadie lo reconoció, salvo yo, como el mejor futbolista de todos los tiempos. No lo era por otra cosa que por su honestidad. Jamás intentó hacer nada que no supiera hacer y si alguna vez mandó el centro perfecto fue por casualidad. Pero lo intentaba cien veces en cada partido, con tanta honradez que siempre quise saltar al campo y darle un abrazo como si acabara de meter cuatro goles seguidos. En ese mundo de posturitas era el único que no buscaba a los fotógrafos ni perseguía el aplauso del público, que pocas veces tuvo aunque lo mereciera más que nadie. Todos se comportaban como estrellas y se paseaban por la ciudad como si fueran Maradona. Él no. Él era tan conocedor de sus límites que se convirtió en un gran deportista precisamente por no tratar de sobrepasarse a sí mismo.

Ayer, y con esto no cambiamos de tema aunque lo parezca, Ramón Rozas escribía en esta página sobre el miliario romano instalado en medio del restaurante del Museo de Pontevedra. No estoy del todo de acuerdo con el maestro Rozas. No se ha instalado un miliario en medio de un restaurante: se ha montado un restaurante alrededor de un miliario, que es mucho más grave. Hemos puesto la historia de Pontevedra a la altura de un pincho de calamares, bien que sea servido sobre cama de salsa de curry. Ojo: me encantará probar cualquier plato que se sirva ahí, pero exigiré que nunca me sienten junto al miliario. No quiero ser yo quien accidentalmente derrame una copa sobre un miliario romano que utilizaron nuestros ancestros para saber dónde estaban.

Tengo motivos. Quien ha decidido montar un restaurante alrededor de un miliario, me dijo hace un par de años: “Me acusan de querer meter ahí un miliario y eso es falso”. Escribí entonces una columna con la que se dio por inaugurado el anaisabelismo, una corriente muy popular de la que hoy reniego furiosamente. No soy un amante de la Historia, aunque algunas veces haya escrito sobre ella. Creo más en el presente y hasta en el futuro. Pero hay cuatro normas que han de respetarse y una de ellas, quizá la primera, es la que dicta que no es correcto vomitar sobre la memoria de un pueblo.

El edificio en el que hemos instalado el restaurante está dedicado a Martín Sarmiento, quien curiosamente, a propósito de un miliario como éste, escribía  en el S. XVIII a un ignorante: “Ni te diste por entendido porque no sabes cuántas y cuales consecuencias se podrán inferir de una inscripción desenterrada”.

Así vamos, querida amiga, de vuelta a Rafa Riaño. Él hacía lo que sabía hacer. No engañaba a nadie. No mentía. No ofrecía más que lo que se esperaba de él y lo hacía honestamente, con generosidad y sin algaradas. No buscaba protagonismos tumbándose sobre el césped pidiendo una falta inexistente. No exigía fotos, no daba patadas ni suplicaba adhesiones. Sabía que si plantaba un miliario en medio del campo, tarde o temprano acabaría partiéndose la cabeza contra él.

Uno puede ser el más grande en lo suyo, como lo fue Rafa Riaño, que no sabía hacer otra cosa que correr la banda sin tener a quién centrar. Entonces merecerá todos los elogios. Pero si alguien trata de convertirse en una estrella y ejercer de Maradona, tiene que ser Maradona, porque de no serlo se pierde y acaba montando un restaurante alrededor de un miliario del año 134, cuando Jesús apenas llevaba cien años resucitado. Llovió tanto desde entonces que si el padre Sarmiento levantara la cabeza, lloraría de pena al saber qué han hecho con su apellido: cubrirlo de calamares. Quite usted el miliario, amiga mía, o cámbiele el nombre al edificio. Desprecie nuestra historia, si es su deseo, pero respete al bueno de Sarmiento, que no se metió con nadie. Aprenda de Rafa Riaño: corra usted por la banda, querida, pero no pretenda hacernos creer que es Maradona.


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