“Hijo de un recordado negociante de Pontevedra, diome éste,
en su clase, tan buena educación como pudiera recibir el vástago de la más
noble y rica familia”. Así empieza a
contar su historia Francisco Javier Brabo Franco. Lo cierto es que su padre no
es precisamente recordado en Pontevedra, pero inexplicablemente tampoco lo es él,
sin género de dudas, el pontevedrés más ilustre de su generación. Abandonó la
ciudad en 1842 con 17 años.
Cuando se disponía a dirigirse a Santiago para continuar con
sus estudios, la muerte de su madre trastocó los proyectos familiares y con
solamente un violín, una caja de pinturas y doscientos pesos, su padre lo
embarcó solo hacia Montevideo y se estableció en Canelones, un pueblo cercano. A
los 21 años, cuatro después de su llegada, era un famoso militar y diplomático,
y eso que los primeros dos años los pasó esclavizado, trabajando 16 horas al
día en una tienda en la que también comía y dormía. “En 21 meses no salí de
allí más que una vez a la calle”. Fue militar, político, diplomático,
empresario, especulador, explorador y filántropo. Su vida desde que dejó
aquella tienda fue una montaña rusa de éxitos y fracasos, de ruina y fortuna. Nadie
supo arruinarse tanto y tan bien como Francisco Javier Brabo.
Salió de Canelones a Buenos Aires para no hacer el servicio
militar. Allí vendió un cargamento de pólvora. Descubierta su participación en
los suministros, Brabo se vio obligado a escapar de nuevo, caracterizado como
un marinero y con una botella de ginebra en las manos para dar credibilidad al
papel. De vuelta en Montevideo, empezó su carrera diplomática al entregar en
Paraguay los documentos con los que el Estado Oriental reconocía su
independencia. En adelante, fue uno de los principales negociadores,
especialmente con Francia, Inglaterra y Brasil.
Brabo empezó también su carrera militar. El general Rivera
lo puso a combatir, y le dio una catarata de ascensos hasta que con 21 años lo
nombró teniente coronel. Aprovechó sus contactos para, entre batalla y batalla,
hacer negocios suministrando todo tipo de material al ejército: comida, armas,
caballos. Por aquella época tuvo a sus órdenes a Garibaldi, más tarde artífice
de otra unificación, la italiana.
Había adquirido ya tal fama que tras participar en la
Batalla de las Ánimas, el enemigo publicó una nota anunciando su muerte: “El
salvaje unitario Francisco Javier Brabo quedó muerto en la sierra de las
Ánimas”. Él lo desmintió de una manera curiosa, firmando con su nombre otro
comunicado: “Hemos sido completamente derrotados, y hasta esta hora, que es la
una de la noche, sólo cincuenta hombres han llegado a este punto”. Lo hizo para
transmitir a su familia que estaba vivo y porque, como reconoció años después:
“Por temperamento y carácter, soy mas aficionado a contar reveses que hazañas”.
Harto de jugarse la vida en batallas decidió presentar su
dimisión para dedicarse por entero a los negocios, pero no se la aceptaron.
Finalmente, con la ayuda de la embajada española, consiguió abandonar el
ejército y la política, pero al poco tiempo fue primero apresado y luego
desterrado a Brasil. En un subcontinente en el que todo eran guerras y
revoluciones, gracias a sus numerosos contactos, su capacidad negociadora y su
facilidad para conseguir suministros a los ejércitos, Brabo aumentó su fortuna
de manera considerable. Alternaba épocas de trabajo interminable con otras de
vagancia y fiestas a las que acudían todos los artistas y vividores de Río de
Janeiro.
En 1851, con 26 años, invirtió todo lo que tenía en un formidable
buque, pero la nave y todo su cargamento se hundieron durante su primer viaje a
causa de un temporal, dejándolo en la miseria. Fue la primera vez que Brabo se
arruinó. Tras liquidar todas sus propiedades y cubrir sus deudas, se quedó con
100 pesos, la mitad del dinero con el que había llegado a Montevideo desde
Pontevedra nueve años antes.
También tenía una máquina de picar tabaco que tiempo atrás había
comprado para ayudar a un amigo y con la que se reencontró casi de casualidad.
Volvió a Montevideo: “Agarreme con fe a mi máquina, hícela colocar en una
cochera y comencé personalmente a trabajar en ella”. En pocos meses levantó una
pequeña fortuna, dejó el tabaco y volvió a los negocios de suministros
militares. Fletó dos barcos: uno también se le hundió y cuando llegó con el
otro a vender su mercancía al ejército que sitiaba Buenos Aires, éste se había
retirado, con lo que nuevamente quedó en la miseria. En esta ocasión sólo le
quedaron cuatro pesos.
No teniendo otra cosa que los cuatro pesos y “mi consabida
máquina”, arrancó de nuevo su industria tabaquera. En poco tiempo “manejé
millones y llegué por fin a verme rey de los tabacos, tanto del Brasil como del
Paraguay”. Tras diez años como rey del tabaco volvió a arruinarse. Cada vez que
lo perdía todo mandaba a su familia a Buenos Aires, donde tenía casa. Mantenía
a su padre, al que se había traído desde Pontevedra, a su esposa, a sus ocho
hijos y a un par de hermanos con sus respectivas familias.
Continuó enriqueciéndose y arruinándose con sus negocios de
suministros militares hasta que consiguió una concesión multimillonaria y
decidió venderla para no volver a arriesgar la inmensa fortuna conseguida.
Viéndose más rico que nunca, rico para siempre, viajó a Europa. Si en algún
momento volvió a pisar Pontevedra fue durante unos meses que pasó entre España
y Portugal. Afincó en Alemania primero y luego en París. Invirtió en una
ruinosa línea telegráfica que unía Europa con América y se hundió de nuevo: hizo
primero una inversión en bolsa utilizando información privilegiada. Confiesa
que gracias a conocer un “importante secreto de gabinete, hice una operación
bursátil que me dio a ganar muchos miles de pesos”. Alentado por lo fácil que
había sido ganar aquel dinero, se lanzó a la especulación y volvió a perderlo
todo.
Vendió otra vez cuanto tenía, se trasladó a Madrid e hizo
donación al Archivo Histórico español de más de 30.000 documentos que había ido
coleccionando en las misiones jesuitas abandonadas, asunto al que era gran
aficionado y sobre el que escribió varios libros, en uno de los cuales incluyó una
breve autobiografía. Esa donación le valió el nombramiento de caballero de la
Real Orden de Carlos III. Nuevamente en Sudamérica consiguió el que podía ser
el mayor negocio de su vida: un contrato para explorar y colonizar todo el
oriente boliviano. Debía construir caminos, puentes y vías de ferrocarril y
fundar varias ciudades, la mayor de las cuales se llamaría Brabopolis. Contrató
como mano derecha al ingeniero agrónomo Juan de Cominges, otro personaje.
El proyecto fue un desastre. Primero, el ingeniero lo
abandonó para irse a vivir con unos indígenas y estuvo varios años haciendo “vida
enteramente primitiva con los selvícolas”, según cuenta una crónica de la época.
Cominges volvió luego a la civilización, donde escribió un libro titulado
‘Exploraciones’, en el que contaba su experiencia como selvícola. Antes de
morir, Cominges dejó una absurda nota manuscrita dirigida a su hijo: “Antonio:
no resistiré otro golpe de tos”.
Aparte del abandono de Cominges, sufrió el acoso de los
indios, las fiebres que constantemente padecían sus empleados, la deserción de
los inversores y finalmente la retirada del contrato por parte del gobierno
boliviano. Arruinado por última vez, pasó sus últimos años haciendo modestos
negocios y contando en una tertulia toda su vida a quien la quisiera escuchar.
Murió en 1913, a los 88 años. Un periódico local recogió así la noticia en Vigo:
“Ha fallecido en Buenos Aires el más ilustre, el más insigne de los gallegos de
América, el señor don Francisco Javier Brabo. Nacido en Pontevedra, figura en
la historia de la República Argentina, Bolivia, Paraguay y otras de América del
Sur. Explorador, colonizador, empresario de ferrocarriles, eximio
emprendedor... La figura de Brabo es gigantesca”.
De sus raíces pontevedresas sólo podemos decir que fue
pariente del pirata Benito Soto y sobrino de un abogado y escritor, José Ramón
Franco, que solamente publicó el primer capítulo de una novela extrañísima,
escrita mitad en gallego y mitad en castellano. La obra se titula ‘Aaaaaaa!’. Nadie
la leyó.
Qué bueno, Rodrigo, que vuelvas a publicar en el blog. Vine por casualidad y aquí´me encuentro con un artículo....... Bien, es que en la web del Diario es imposible ver nada.
ResponderEliminarSigue así, eres grande........