Juana solamente quería venir a Galicia para conocer a la
familia de su marido, pasar unos días en Pontevedra y luego irse a Caldas de
Reis para beber las aguas e intentar sanar su tuberculosis. Una vez curada pensaba
establecerse aquí. El viaje estaba previsto para el 8 de mayo de 1847 y los
billetes comprados. Dos días antes, de madrugada, Juana y su marido Ángel de la
Riva fueron detenidos en su casa de Madrid. A ella la soltaron al día
siguiente. A él lo mandaron a prisión.
El día 4 por la mañana alquilaron una berlina para hacer
unos recados y pasear. A las cinco de la tarde Ángel de la Riva, periodista y
abogado natural de Compostela, dejó a su esposa en casa. De ahí se fue a una
galería de tiro. Los testigos así lo confirmaron, describiéndolo como un hombre
con anteojos, menudo, poquita cosa, con la voz delgadita, poco varonil,
flaquito, muy rubio, poca persona, con bigotillo. Allí disparó seis tiros con
puntería regular. Luego se dirigió a la calle Alcalá y probablemente intentó
asesinar a Isabel II. La reina dijo que había sentido las balas pasando cerca,
pero que no se había asustado.
De Juana, también gallega, puede que de A Coruña, poco se
sabe. Ni su apellido está claro. En el sumario de la causa contra su marido se
refieren a ella indistintamente como Verdiales o Berdeales. En el Heraldo de
Madrid la llaman Juana Reudeley. Tenía 21 años. Sí parece claro que era sobrina
de Ramón de la Sagra, famoso botánico, escritor y editor de prensa anarquista.
Llevaba apenas cuatro meses casada con De la Riva. Cuando el jefe político de
Madrid entró en su casa a detenerlos los encontró durmiendo. Según declaró
refiriéndose al sospechoso, “en su padrón no aparece como casado, y sin embargo
se le halló en la cama con una mujer que él dice ser su esposa”. El no haberla
empadronado lo hacía todavía más sospechoso.
Juana vivía postrada en la cama, semiinconsciente,
agonizando a causa de su tuberculosis. Apenas salía de ahí, como aquel día en
que su marido la animó a dar un paseo en berlina. Ángel dedicaba todo su tiempo
libre a atenderla, hasta el punto de haber casi suprimido su vida social, sus
visitas al Ateneo, a la galería de tiro, las tertulias con sus amigos. Ella no
solía comer y él cuando tenía hambre ponía una silla junto a la cama y comía
solo, en silencio para no molestar a Juana. El viaje previsto a Galicia para
curarla fue utilizado como prueba de que Ángel tenía planeado el regicidio con
antelación y preparado el plan de fuga.
A Ángel de la Riva lo condenaron a muerte en un juicio
famosísimo. Pero ni la opinión pública ni muchos juristas estuvieron de acuerdo
con el fallo. Los testigos declararon que habían escuchado unos petardazos que
parecían provenir de la berlina que había alquilado el procesado, pero ni siquiera
estaba claro que existieran los disparos. Las pistolas habían sido disparadas,
pero quedaba demostrado que el hombre había estado en una galería de tiro.
Nadie pudo determinar cómo el acusado sabía con días de antelación que la reina
iba a pasar por la calle Alcalá cuando la propia reina no lo sabía ni nadie de
su círculo. Más allá de las dudas más que razonables y de la ausencia de
pruebas, toda España coincidía en que aquel pobre hombre era incapaz de matar a
una mosca, mucho menos a una reina. Poco después la pena fue conmutada por seis
años de prisión. Luego se rebajó a un destierro y finalmente fue indultado.
Los médicos que atendían a Juana confirmaron que el viaje
previsto a Galicia era una recomendación suya, y “que le convendría salir de Madrid
en cuanto mejorase la estación para dirigirse a Galicia, quedarse algún tiempo
en Pontevedra, beber después las aguas de Caldas de Reis y permanecer luego en
aquel clima más benigno y más a propósito para su curación”.
El viaje, que iba a ser en diligencia, se suspendió. El día
7, tras ser puesta en libertad, Juana envió a una prima a la casa de postas
para cancelar los billetes. Recuperó la mitad del dinero.
Exactamente dos meses después de ser detenida, El clamor público,
periódico en el que trabajaba su marido, daba noticia de la muerte de Juana:
“Anoche se celebró en la iglesia parroquial de San Luis el funeral por el alma
de la señora doña Juana Verdiales de la Riva, esposa del desgraciado don Ángel,
sobre quien pesa la acusación de conato de regicidio”. El juicio llegó un año y
medio después. En su alegato, el abogado defensor dijo que jamás se repararía
la precipitada muerte de Juana, “que ha bajado al sepulcro por el susto
recibido en la noche de su prisión, y sobre todo por el disgusto de ver a su
infeliz marido bajo el peso de una acusación de regicidio”.
Tras su indulto, Ángel de la Riva desapareció. Nadie supo
nada de él hasta 1864. Habían transcurrido 17 años desde su boda, su detención y
la muerte de Juana. No volvió a enamorarse. La correspondencia de España
publicó una escueta nota. Decía así: “El desgraciado Ángel la Riva, que figuró en un proceso de
tentativa de asesinato a nuestra augusta Reina, después de pasar muchos años en
Roma en una casa de oración, se encuentra hace un mes de misionero en Siria”.
No hubo más noticias.
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