domingo, 4 de octubre de 2015

Juana, que no vino a Caldas







Juana solamente quería venir a Galicia para conocer a la familia de su marido, pasar unos días en Pontevedra y luego irse a Caldas de Reis para beber las aguas e intentar sanar su tuberculosis. Una vez curada pensaba establecerse aquí. El viaje estaba previsto para el 8 de mayo de 1847 y los billetes comprados. Dos días antes, de madrugada, Juana y su marido Ángel de la Riva fueron detenidos en su casa de Madrid. A ella la soltaron al día siguiente. A él lo mandaron a prisión.

El día 4 por la mañana alquilaron una berlina para hacer unos recados y pasear. A las cinco de la tarde Ángel de la Riva, periodista y abogado natural de Compostela, dejó a su esposa en casa. De ahí se fue a una galería de tiro. Los testigos así lo confirmaron, describiéndolo como un hombre con anteojos, menudo, poquita cosa, con la voz delgadita, poco varonil, flaquito, muy rubio, poca persona, con bigotillo. Allí disparó seis tiros con puntería regular. Luego se dirigió a la calle Alcalá y probablemente intentó asesinar a Isabel II. La reina dijo que había sentido las balas pasando cerca, pero que no se había asustado.

De Juana, también gallega, puede que de A Coruña, poco se sabe. Ni su apellido está claro. En el sumario de la causa contra su marido se refieren a ella indistintamente como Verdiales o Berdeales. En el Heraldo de Madrid la llaman Juana Reudeley. Tenía 21 años. Sí parece claro que era sobrina de Ramón de la Sagra, famoso botánico, escritor y editor de prensa anarquista. Llevaba apenas cuatro meses casada con De la Riva. Cuando el jefe político de Madrid entró en su casa a detenerlos los encontró durmiendo. Según declaró refiriéndose al sospechoso, “en su padrón no aparece como casado, y sin embargo se le halló en la cama con una mujer que él dice ser su esposa”. El no haberla empadronado lo hacía todavía más sospechoso.

Juana vivía postrada en la cama, semiinconsciente, agonizando a causa de su tuberculosis. Apenas salía de ahí, como aquel día en que su marido la animó a dar un paseo en berlina. Ángel dedicaba todo su tiempo libre a atenderla, hasta el punto de haber casi suprimido su vida social, sus visitas al Ateneo, a la galería de tiro, las tertulias con sus amigos. Ella no solía comer y él cuando tenía hambre ponía una silla junto a la cama y comía solo, en silencio para no molestar a Juana. El viaje previsto a Galicia para curarla fue utilizado como prueba de que Ángel tenía planeado el regicidio con antelación y preparado el plan de fuga.

A Ángel de la Riva lo condenaron a muerte en un juicio famosísimo. Pero ni la opinión pública ni muchos juristas estuvieron de acuerdo con el fallo. Los testigos declararon que habían escuchado unos petardazos que parecían provenir de la berlina que había alquilado el procesado, pero ni siquiera estaba claro que existieran los disparos. Las pistolas habían sido disparadas, pero quedaba demostrado que el hombre había estado en una galería de tiro. Nadie pudo determinar cómo el acusado sabía con días de antelación que la reina iba a pasar por la calle Alcalá cuando la propia reina no lo sabía ni nadie de su círculo. Más allá de las dudas más que razonables y de la ausencia de pruebas, toda España coincidía en que aquel pobre hombre era incapaz de matar a una mosca, mucho menos a una reina. Poco después la pena fue conmutada por seis años de prisión. Luego se rebajó a un destierro y finalmente fue indultado.

Los médicos que atendían a Juana confirmaron que el viaje previsto a Galicia era una recomendación suya, y “que le convendría salir de Madrid en cuanto mejorase la estación para dirigirse a Galicia, quedarse algún tiempo en Pontevedra, beber después las aguas de Caldas de Reis y permanecer luego en aquel clima más benigno y más a propósito para su curación”.

El viaje, que iba a ser en diligencia, se suspendió. El día 7, tras ser puesta en libertad, Juana envió a una prima a la casa de postas para cancelar los billetes. Recuperó la mitad del dinero.

Exactamente dos meses después de ser detenida, El clamor público, periódico en el que trabajaba su marido, daba noticia de la muerte de Juana: “Anoche se celebró en la iglesia parroquial de San Luis el funeral por el alma de la señora doña Juana Verdiales de la Riva, esposa del desgraciado don Ángel, sobre quien pesa la acusación de conato de regicidio”. El juicio llegó un año y medio después. En su alegato, el abogado defensor dijo que jamás se repararía la precipitada muerte de Juana, “que ha bajado al sepulcro por el susto recibido en la noche de su prisión, y sobre todo por el disgusto de ver a su infeliz marido bajo el peso de una acusación de regicidio”.


Tras su indulto, Ángel de la Riva desapareció. Nadie supo nada de él hasta 1864. Habían transcurrido 17 años desde su boda, su detención y la muerte de Juana. No volvió a enamorarse. La correspondencia de España publicó una escueta nota. Decía así: “El desgraciado Ángel la Riva, que figuró en un proceso de tentativa de asesinato a nuestra augusta Reina, después de pasar muchos años en Roma en una casa de oración, se encuentra hace un mes de misionero en Siria”. No hubo más noticias.

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