Hace no sé cuántos años, un día, conocimos todos a Rafa
Córdoba. Apareció por Pasarón con su megáfono y empezó a incordiar. Se metía
con los árbitros, con los entrenadores, con los presidentes, con los linieres,
con los jugadores que calentaban en la banda, con los concejales que iban al
palco. En cosa de dos o tres partidos, era un personaje imprescindible. Y
aparecía después en el Entroido, en la Feira Franca o en cualquier oro evento.
Empezamos a quererlo mucho antes de saber quién era. Pasó de ser un vecino como
cualquier otro a convertirse en una de las personas más apreciadas de la
ciudad.
Hace unos siglos, los bufones eran personas tan respetadas
que se institucionalizaban. Los reyes tenían en la Corte a bufones oficiales y
les ponían un sueldo grandioso. No es que tuvieran el derecho de reírse de los
poderosos; era su deber. Les pagaban por ello cantidades obscenas. Con el
tiempo, su papel se fue desdibujando y el bufón, como luego el payaso, se
convirtió en un personaje despreciable. La explicación es sencilla: mientras el
bufón era mantenido y designado por el rey, sus bromas eran permitidas y
escucharlas era obligatorio. A medida que la democracia fue avanzando, los
objetivos del bufón fueron adquiriendo poder y el bufón fue perdiendo
influencia en la misma medida en que la ganaban sus víctimas.
Para Pontevedra, la entrada de Rafa Córdoba supuso la
reaparición del bufón: el personaje que se ríe de todos y todas, sin distinguir
entre colores, ideologías o géneros. El buen bufón, que además no se fija en
quién se sonroja más o menos. Cuando Rafa se sienta a tomar un café y habla de
cómo funciona el humor, se pone tan serio como cuando Filgueira Valverde
hablaba de Historia o Bóveda (bendito Bóveda, que hoy lo recordamos), hablaba
de nacionalismo. Para Córdoba el humor es importante, y cuando todos tiemblan
al verlo aparecer, temiendo ser su próximo blanco, él es el hombre más feliz
del planeta. Rafa Córdoba es un bufón vocacional que jamás ha pedido nada a
cambio de hacernos reír, un bufón callejero y gratuito que nos pone frente a un
espejo y nos dice quiénes somos y nos explica el porqué.
A Rafa Córdoba lo queremos por eso, porque nos enseña tanto
sobre nosotros, porque nos retrata, porque sabe reírse de los demás como de sí
mismo; porque otros cobramos por hacer lo que él hace gratis;
porque es la persona más honesta que ha dado esta ciudad. Porque, según la edad
que tengamos, lo apreciamos como a un hermano, como a un marido o como a un
hijo. A Rafa sólo podemos odiarlo durante un par de segundos, cuando nos
convierte en su objetivo, pero lo amamos el resto del tiempo. Rafa nos ha
devuelto a la era de bufón. Yo solamente quiero llegar a ser Rafa Córdoba algún
día, el mejor bufón de la Corte, el más talentoso, ocurrente y cariñoso.