domingo, 20 de diciembre de 2009

El Tubo de Mirar. Noveleta humorística. Capítulo I.

Comenzamos aquí la publicación semanal, domingo a domingo y capítulo a capítulo de "El Tubo de Mirar".

Ambientada en la ciudad de Pontevedra, esta noveleta de intriga, ciencia-ficción, amor, humor y acción, cuenta las andanzas de un anormal, Eugenio del Río, que persigue el amor de Felicita. El de la noveleta es un formato abandonado hace décadas por autores y editores, supongo que por su nula rentabilidad.

La noveleta es a la literatura lo que la comida basura a la gastronomía: rápida, eficaz y sabrosa. Se consume con rapidez y se olvida con facilidad, pero tarde o temprano volvemos a ella. Como una canción de The Ramones. 


También recuperaos una tradición perdida, como es la publicación por entregas, muy propia de este subgénero.


El Tubo de Mirar.

Capítulo I. De cómo voy a buscarle a usted y algo sobre mí.
 
Aquel día, doctor, madrugué. Me vestí con mis mejores y únicas galas y calcé mis sandalias, estas adquiridas para la ocasión, relucientes sus tiras de charol y abrillantadas con esmero sus llamativas hebillas de acero pulido, desayuné un gran tazón de Chunchy Fruits Chocolateados y salí de mi casa. Pasé por la Plaza de la Herrería, robé una camelia de un camelio, me la prendí en el ojal o asa de mi camiseta de Alice Cooper, volví al portal de casa, tomé prestada la bicicleta del muchacho del segundo izquierda y subido a ella comencé a pedalear moviendo la cabeza con energía para potenciar los efectos del viento sobre mi melena lavada, cardada y peinada sabedor de que ello provoca en las personas que me ven pasar contradictorias sensaciones de envidia, admiración y respeto.
Imprimí a la bicicleta un pedaleo cadencioso y tomé el rumbo de A Lama. A medio camino, demasiado tarde ya, me arrepentí de no haber hecho caso a la chica de la zapatería, quien con juicio profesional me había advertido seriamente sobre aquellas sandalias que, amén de ser diseñadas como sandalias para mujer, mas bien de niña, no eran ni por asomo de mi talla si no de otra sensiblemente inferior, por lo cual irremediablemente me habrían de provocar en el momento de utilizarlas tremendas ampollas y rozaduras, como ya era el caso.
Detuve la bici en el arcén, apeéme de ella, descalcé mis sandalias, volví a montar y retomé el camino imprimiendo a mi cabeza el antedicho movimiento, acaso esta vez con mucha mayor elegancia si cabe, misma que empleé en el cadencioso pedaleo que ya quisieran para sí muchos ciclistas de oficio.
Llegando a A Lama tomé el cruce que lleva a la prisión, mi destino final y una vez ante sus puertas descabalgué otra vez, me puse mis sandalias que colgadas quedaran cada una de ellas a un lado del manillar y recompuse mi aspecto toda vez que tras largo camino la camelia perdiera su compostura y mi ropa arrugada estaba ya y yo sudaba como un puerco por culpa del esfuerzo y del calor propio del mes de agosto en que nos encontrábamos.
Tras corta espera se abrieron las puertas del recinto penitenciario y de ellas surgió usted, Doctor Aurelio Padín, a quien yo había ido a recoger y al que esperaba con los ojos ya enrojecidos y húmedos por la intensa emoción.
Usted había sido para mí un sustento, un mentor, un padre, un maestro, un amigo, todo, y su ingreso en prisión se debió a un inmenso error.
Se acercó usted a mí reprimiendo con violencia el abrazo sincero que yo intentaba propinarle, dejó en el suelo dos paquetes que portaba y dijo:
-Querido Eugenio, estos años terribles en lo que he estado privado de mi libertad me han servido para muchas cosas, algunas buenas y otras no tanto, pero he aprovechado mi tiempo con inteligencia y esmero y he creado un artilugio revolucionario por sus asombrosas aplicaciones y que hará temblar los cimientos de la sabiduría y la ciencia. Tómalo y utilízalo en tu provecho y deja ya de dar disgustos a tu pobre madre que no es culpable de tenerte por hijo siendo tú como eres un vago y una bala perdida sin oficio ni beneficio. Ya nada me ata a esta ingrata tierra y no quiero volver al barrio después de lo que ha pasado y menos tras haberme enterado de que tu hermana es al fin fiel a tu cuñado, su marido, y ya no se presta a satisfacer los más humanos deseos de las gentes sin recursos como yo. Me voy, Eugenio, y acaso vuelva algún día. Parto hacia algún lugar donde pueda encontrar el sosiego que necesito para crear mi máquina del movimiento continuo.
Me hizo luego entrega de uno de los dos paquetes y se fue sin más despedidas dejándome allí, solo, con el paquete que me acababa de entregar, con mis sandalias de charol, haciendo usted caso omiso a los ostentosos gestos con los que yo pretendía llamar su atención sobre mi camelia.
Apesadumbrado me quité las sandalias, las colgué en el manillar, cogí el paquete que usted me acababa de entregar y emprendí el camino de vuelta a casa, más cómodo por ser cuesta abajo.
El muchacho del segundo izquierda me esperaba en el portal llorando en compañía de su padre corpulento que me recriminó severamente el haber tomado en préstamo la bicicleta en primer lugar y en segundo lugar toda mi vida anterior.
Subí a mi casa, cuatro pisos sin ascensor ni calefacción ni garaje ni trastero ni nada de nada y una vez en ella desempaqueté el paquete que tan generosamente me había regalado usted y que es el causante de cuantas cosas terribles, maravillosas e increíbles acaecieron desde entonces y de que yo esté contándolas.
Si exceptuamos la efímera visita a la ciudad de Valladolid de la que daré cuenta en su momento yo nunca salí de Pontevedra lo que no es, creo, malo, pues aquí se vive razonablemente bien o eso me parece a mí. Aquí nací y compartí con mi hermana la infancia y la certidumbre de que no podríamos esperar de la vida grandes cosas tal como se nos presentaba.
Mi padre se llamaba Eugenio del Río, como yo, pero tenía la irritante manía de hacerse llamar Chicha la Toledana y de pasearse por las calles del centro vestido con un enorme disfraz de aguacate exigiendo a los vecinos que arrojaran a su paso flores y frutos y lo aclamasen con vehemencia. Ello, como usted supondrá, le granjeaba la incomprensión de la gente y todos se mofaban de él con diferentes grados de crueldad. Pronto lo expulsaron de su trabajo de Gobernador Civil y nunca le ofrecieron otro. Un buen día anunció que se marchaba a Arabia Saudí, la tierra de los dátiles, dijo, donde había tenido noticia de que las costumbres eran mas liberales y nunca más supimos de él. Solamente espero que se encuentre bien allí y que nadie le arroje frutos mayores que un pomelo.
Mi madre, al encontrarse sola y sin recursos consiguió un puesto para mendigar en la puerta de la iglesia de San Francisco pero lejos de mantenernos a mi hermana y a mí con el dinero que allí conseguía, lo gastaba todo en caviar y en cruceros de lujo por el Adriático, siempre en camarote doble exterior. Pronto asumí que mi futuro dependería sólo de mí y de mi capacidad para salir adelante y eso, doctor, abre los ojos.
La etapa inmediatamente posterior apenas si queda en mis borrosos recuerdos. Únicamente puedo decir que mi hermana y yo comíamos a diario y que al cabo de pocos años seguíamos en este mundo vivos y sanos.
Y que a los quince años o así encontré mi primer trabajo en su taller ocupando las funciones de único ayudante y mano derecha. Debo decir ahora que si bien estas líneas están dirigidas a usted, para que sepa qué he hecho de su regalo, dada mi dramática situación actual desconozco si podrán llegar a su destino, más aún cuando tampoco conozco su paradero ni si está usted aún en el mundo de los vivos o en otro sobrenatural o de otro tipo al que sin duda iremos a parar todos si es que existe y si no, no.
Por eso, porque este texto caerá en manos desconocidas debo ser respetuoso con la verdad y considerado con aquel que pose sus ojos sobre estas tortuosas y atormentadas líneas.
Entonces debo anotar que usted no es en realidad doctor y que ese título se lo otorgaba yo en señal de agradecimiento y veneración y porque además me obligaba bajo amenaza de matarme a palos si así no lo hacía. Usted es inventor y yo le ayudaba en la concepción y desarrollo de los ingenios.
Pasaron varios años en los que íbamos de uno en otro fracaso, viviendo en realidad de pequeñas reparaciones y chapuzas y, justo es decirlo, de algún que otro robo que perpetrábamos cuando la necesidad apremiaba. Un ciclomotor abandonado aquí, un cortacésped averiado allá, un Rolls Royce chapado en oro acullá.
No conseguíamos vender ninguno de sus inventos a pesar de que teníamos algunos realmente maravillosos, caso del Zapato Sacacorchos, “algún día, amigo Eugenio- solía prometerme- todo el mundo abrirá sus botellas con mi Zapato Sacacorchos y entonces dominaremos la Tierra”. Huelga decir que ese momento todavía no ha llegado.
-¿En qué gasta más dinero la humanidad, amigo Eugenio?- me preguntó usted en una ocasión.
-¿Cómo dice?- respondí yo.
-Armas, zoquete, armas. Los estados gastan cantidades ingentes en armamento, ¿no es así?.
-No lo sé- no lo sabía.
-Pero yo sí lo sé. Diseñaremos un arma, Eugenio. El arma definitiva.
Y comenzamos a desarrollar nuestro Tanque Volador. Estaba concebido como una fortaleza volante, una máquina letal capaz de acabar de un plumazo con divisiones enteras. Estuvimos centrados en esa empresa durante varios años hasta que conseguimos un prototipo imponente. Incorporaba un motor Perkins del 57 y desarrollaba una potencia de varios caballos. Lo trasladamos a un descampado para realizar las primeras pruebas de vuelo.
Y el tanque voló, vaya si voló, pero no de la manera que nosotros preveíamos, si no de otra bien distinta pues voló por los aires provocando gran estruendo la explosión y, lo que es peor, creo, provocando de paso la muerte del abuelo João, el centenario patriarca de una familia de portugueses que inopinadamente habían elegido aquel mismo descampado para merendar bolinhos de bacallao y fransesinhas.
Usted fue acusado de varios delitos, entre ellos el de homicidio involuntario. Debo decir en su descargo que a mi me exculpó asumiendo para sí todas las responsabilidades.
Cinco años de prisión, Doctor, a pesar de los encendidos alegatos de su abogado de oficio, quien explicó con lucidez que el abuelo João tenía cientos de años y que su marcapasos, fabricado en Macao, solamente funcionaba de vez en cuando y que ni siquiera estaba claro que el anciano se encontrara con vida en el terrible momento de la explosión pues era ya por desgracia un vegetal de tiempo atrás y que en todo caso mejor estaba muerto dados los nulos servicios que, en vista de lo expuesto, podría prestar a la sociedad sin olvidar el ahorro que representaría o representaba ya para la sanidad pública de Portugal, esa gran y antigua nación hermana, cuna de Camões y de hombres tan insignes como el gran Henrique o Navegador, el infante que inició la era de los descubrimientos abriendo Europa al mar, o de su sobrino João II, el Príncipe Perfeito, el impulsor del Tratado de Tordesillas gracias al cual, señoría- decía el abogado- las dos grandes naciones permanecen en paz desde hace ya cinco largos siglos, por todo lo cual- concluyó- pido la libre absolución de mi defendido- usted, Doctor.
Dos años cumplió tras los descuentos de rigor, tiempo que yo empleé en escribir mi obra inédita “Explosiones no controladas y vuelo sin motor. Apuntes sobre la conciencia individual. ¿Era masón Azaña?” un pequeño ensayo en que daba rienda suelta a mi estado de ansiedad, una obra algo caótica, sí, puedo admitirlo, pero quisiera saber si alguno de los editores que me lo echó en cara es capaz de comerse nueve melones en siete minutos como he hecho yo, y no voy alardeando por ahí ni criticando a nadie.

Yo, Eugenio del Río, no soy muy alto. Nunca me he tallado pero no soy más alto que un buzón de correos. Tengo un problema de caderas, un defecto congénito que confiere a mis andares un movimiento característico que yo diría pendular, algo así como si fuera cojo de las dos piernas, movimiento que otros definirían como grotesco, y que no merma en absoluto mi motricidad al correr como demuestro cada día cuando los niños crueles me lanzan objetos. Por lo demás soy normal si excluimos mi oreja derecha que la tengo engurruñada y puntiaguda, ofreciendo desde ese flanco un aspecto de duendecillo diabólico. La otra, la izquierda, sin embargo está bien, mas ¡ay!, no oigo por ella. Luzco melena, como ya he dicho, nunca más allá de la cintura y me da mucho juego pues según la ocasión y el lugar al que uno acude lo mismo se hace un chicho que unas trenzas o una coleta y siempre se queda bien. Y debo decir, ya que andamos con franquezas, que un ojo me supura una sustancia viscosa de un color que fluctúa entre el verde perejil y el rosa mexicano y que yo limpio regularmente con un pañuelito blanco que ya llevo para eso y procuro no confundir con el otro, con el de los mocos que va en otro bolsillo, para no pasarme las infecciones de uno a otro lugar. Y así soy por fuera que por dentro soy muy humano y misericordioso y llevo siempre una navaja por si acaso.
Me gusta el cine, el buen cine de chinos que se pegan con otros chinos que los extorsionan y cuando los buenos se hartan y deciden no ceder más al chantaje los malos les queman el restaurante mientras ríen abiertamente y hacen burla de la camarera que es novia del más fuerte y habilidoso de los chinos buenos. Ese es cine que te hace pensar al tiempo que te entretiene y siempre tiene una escena cómica pues derriban un puesto de frutas durante una persecución y el frutero pone cara de desconcierto en primer plano y otra escena de llorar cuando al final todo se arregla y el chino bueno que siempre es el que demuestra mayor soltura en la práctica de las artes marciales contrae matrimonio con la camarera quien por su parte estaba secretamente enamorada del héroe desde el principio.
También me gusta la buena comida y sobre todo la buena bebida. El ron añejo, aunque si no es añejo igualmente me gusta, y si no es ron lo mismo. Lo bebo sin exigencias, que tanto me da que el recipiente sea de vidrio o de plástico así como su forma y color o que sea o no impermeable y cuando no hay recipiente improviso uno haciendo un cuenco con las manos o lo bebo a morro si no estoy en vivienda ajena, pues si se da este caso pido un vaso aunque sea de nocilla, y si mi anfitrión no tiene bebida le digo que si por favor me presta el alcohol de farmacia que hay en todos los botiquines y aunque dura poco es tan efectivo que algunas veces hasta te deja en coma.
Soy amable, educado, caballeroso y correcto, tanto con hombres como con mujeres y siempre que alguien me agrede o me insulta presento mis excusas y salgo corriendo meneando mi melena y jamás voy por ahí orinando por los portales ni vomitando en las aceras como el resto de la gente.
Tengo una voz profunda y seductora y hablo con cortesía y nunca miento por trivialidades. Me gustan las mujeres. De veinte en adelante sin distinciones de raza, credo, nacionalidad y esas cosas. Mi primera experiencia sexual la tuve con una alemana madura, madurísima, un producto del XIX, una loca que no paraba de gritar “¡que vienen los rusos!”, y de pocas mujeres más he gozado. De ninguna.
Siempre desayuno Crunchy Fruits Chocolateados y voy juntando los cupones para que me envíen regalos como gorras y tazas. Voy a misa los domingos pues soy un buen cristiano que siempre cree todo lo que dicen los curas y hubiera salido por primera vez de Pontevedra el día que el Santo Padre vino a Santiago, pero no pude porque estaba detenido bajo la falsa acusación de practicar tocamientos obscenos a la figura del Cristo del Buen Viaje y liberado al día siguiente tras dar la policía más crédito a mi verdad que a la infame versión del testigo acusador, quien por cierto merodeaba por el lugar en busca de una ocasión para reventar el cepillo y solamente mi vigilante presencia en el lugar frustraba sus malvados proyectos. Esta ciudad es pequeña y aquí todos nos conocemos.
Casi hasta aquí, Doctor, llegamos a todo lo que usted ya sabe.

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