martes, 15 de diciembre de 2009

México.




Yo soy nacido en México DF y allí pasé la mayor parte de mi infancia, alternada con estancias en Galicia. A ojo, creo que viví en México los primeros cinco años de mi vida y luego entre los 10 y los 15 años. De esa segunda etapa pasé la mayor parte del tiempo matriculado en el Colegio México de los maristas, cerca de Plaza Universidad.

Los lunes nos formaban a todos los alumnos en el patio. Se izaba la bandera nacional y se cantaba el himno de México. Todos o casi todos los himnos americanos tienen un marcado acento patriótico y belicista, y el de México no es una excepción. A mí me preocupaba especialmente una frase que dice: "Y retiemble en sus centros la tierra al sonoro rugir del cañón". Imaginaba que México disponía de una especie de arma definitiva, un cañón formidable que apuntaba directamente al núcleo terrestre y que, caso de ser utilizado, haría retemblar el planeta. Siendo México además un lugar proclive a los terremotos, algunos de los cuales yo ya había experimentado con el natural desconcierto, me preguntaba por qué precisamente ese país que sufría terremotos cada tres días, quería provocar un temblor de magnitud imprevisible. Había más: suponía que el magnífico cañón debería estar ubicado en el territorio nacional, pues ningún otro país accedería a dejar que México instalara una cosa así en tierras de su propiedad. Pero la segunda parte del enunciado, "al sonoro rugir del cañón", me mantenía en un estado de perplejidad constante. Si el cañón rugía sonoramente, como prometía la canción, aquello afectaría más a los propios mexicanos que al resto de los terrícolas. Suponía yo que por estruendoso que fuera el rugir del cañón, los habitantes de países lejanos no alcanzarían a percibirlo con la misma intensidad que un mexicano, y que los habitantes de México acabaríamos con los tímpanos reventados mientras el planeta entero retemblaba. No veía la ventaja estratégica que podría tener un artefacto de aquellas características. Estábamos en plena Guerra Fría, y los noticiarios hablaban de la posibilidad de una catastrófica contienda nuclear entre los bloques liderados por EEUU y la Unión Soviética. Pero, pensaba yo, si México dispara su cañón se va todo al carajo, por lo que todas las armas nucleares son un juguete al lado del cañón de México.

Otra cosa que me impactaba, aunque en este caso de manera favorable, era el escudo. Un águila posada sobre un nopal devorando a una serpiente. Me parecía un escudo magnífico, y más cuando conocí su origen, que se remonta a la fundación de la ciudad de Tenochtitlán, capital del Imperio Azteca, en el siglo XIV. La leyenda dice que los aztecas habrían de fundar su ciudad allí donde presenciaran una escena como la descrita: el águila, la serpiente y el nopal. Y los mexicas, que así se llamaban, un pueblo expulsado de su tierra de Aztlán, vagaban por el mundo en busca del águila, la serpiente y el nopal. Lo encontraron en un lago, y sobre ese lago fundaron Tenochtitlán, una ciudad de canales y puentes. En un par de siglos llegaron a conquistar el mundo. Lo que para ellos era todo el mundo, claro. Solamente  tenían una ciudad por conquistar, Tlaxcala, pues como pueblo belicista necesitaban mantener un enemigo. Cuando llegó allí Hernán Cortés encontró una ciudad inmensa, una capital imperial más grande y esplendorosa que cualquier ciudad europea. Por eso me gustaba el escudo, porque representa el poder de la tenacidad, como demostró Cuauhtémoc, que luchó por su imperio hasta que ya no le quedó un palmo de tierra que defender.

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