domingo, 27 de diciembre de 2009

El Tubo de Mirar. Noveleta humorística. Capítulo II.

El Tubo de Mirar.

Capítulo II. El Tubo de Mirar.

Usted era, y espero que siga siendo, buena persona. Nunca me pegaba gratuitamente y me profesaba un afecto sincero. Confiaba en mí hasta el punto de que yo era la única persona, aparte de usted mismo, que tenía llaves del taller y conocía cada detalle de los inventos que iba desarrollando.
Siempre se ocupó durante los años en los que  trabajáramos juntos de que no faltara lo básico, alimento y tabaco, y si veía que no lo podía procurar se encargaba personalmente de enviarme a atracar a un repartidor de pizzas. Solamente tengo para usted, Doctor, palabras de agradecimiento, y deseo que siga bien y haya logrado sus propósitos y que algún día pueda leer estas líneas.

Decía antes que una vez que llegué a mi casa de vuelta de la prisión y tras sortear al padre corpulento del chico del segundo izquierda por el malentendido de la bicicleta, abrí el paquete que  me había entregado a las puertas del centro penitenciario. Contenía un tubo de cartón y una carta. El tubo parecía tener fijados en su interior unos cristales o lentes como de cámaras fotográficas, colocados de una manera que me pareció arbitraria, como puesto todo al azar, y tenía el conjunto el aspecto de un telescopio casero fabricado por un simio. Lo dejé cuidadosamente sobre la mesa y leí la carta. A juzgar por la letra y la ortografía también parecía escrita por un simio. La reproduzco de memoria.

“Estimado Aurelio:
Te hago entrega de este artilugio óptico. Es un modesto invento basado en un principio que nunca entenderías, por lo que te ahorro la explicación.
“Solamente te diré una cosa. Existen a nuestro alrededor maravillosos mundos de medida infinitesimal, tan pequeños que ni el más potente microscopio puede siquiera acercarse. Tan diminutos que un átomo parece una enorme galaxia a su lado, Se encuentran por todas partes, en el interior de cualquier objeto, el más insospechado.
“¿Te das cuenta de que ni así has conseguido entenderlo?, no desesperes, lo entenderás cuando lo veas. Únicamente debo añadir que la parte del tubo que está manchada de tomate es la que debes dirigir al objeto que quieres estudiar. Obviamente en la otra pones un ojo tuyo abierto. Una vez tengas un objetivo fijado el Tubo de Mirar lo enfocará automáticamente y lo mantendrá visible aun en caso de mínimos movimientos. No obstante te recomendaría que montaras el tubo sobre un trípode para evitar desplazamientos mayores. Debes tener, eso sí, mucha paciencia, pues no es fácil encontrar algo. Es como buscar un beduino en un gran desierto. Mientras no aparezca el beduino sólo verás arena.
“Yo, amigo Eugenio, he visto maravillas, mundos increíbles, y he descubierto que cuanto la humanidad ha conocido hasta hoy no significa nada en comparación con lo que mostrará el Tubo de Mirar.
“Te regalo mi taller y todo lo que poseo, pero si algún día regreso quiero verlo todo tal y como lo dejé y que no falte nada. Te doy también el Tubo de Mirar. Solamente he construido uno y por ello debes tratarlo con sumo cuidado y cariño.
“Aprovecha esta oportunidad que te brindo. Ganarás fama y fortuna y podrás dedicar el resto de tu vida a lo mismo que has dedicado estos años, es decir, a no hacer nada, pero hacerlo con holgura.
“Deja de matar a tu madre a disgustos y cuida de tu hermana. Recibe un fuerte abrazo de tu amigo:
Aurelio Padín”.
“P.D.: Si aparece por el taller uno de una tienda de fotografía dile que estoy muerto.”

¡Qué grandeza la suya, cuánta generosidad!, pensé al terminar la lectura derramando lágrimas sobre aquellas líneas que aun conservo grabadas a fuego en mi memoria.
Tomé el tubo entre mis manos, acerqué el extremo limpio de tomate a mi ojo bueno y dirigí el otro a mi caja semivacía de Crunchy Fruits Chocolateados.
Me entretuve en ello por espacio de varios minutos sin ver nada maravilloso ni nada que no lo fuera. Aplicando el ejemplo de usted debo afirmar que no aparecían la arena ni el beduino. Descorazonado, me puse mi camiseta de Alice Cooper y como ya era tarde me fui a la discoteca a bailar y a ligar. Me convertí como de costumbre en el más admirado de los bailones gracias a mi estilo elegante y a mi gracilidad, bebí compulsivamente varias copas empezadas que fui recogiendo por mesas y barras y de alguna manera indeterminada volví a casa en grave estado.
Desperté varias horas después resacoso y cansado, me duché, me lavé la melena, la sequé y peiné con esmero, me tomé una aspirina, desayuné y volví a probar suerte con el Tubo de Mirar, nuevamente sin resultados. Se me ocurrió entonces que aquel aparato podría tener otras aplicaciones pero comprobé con desazón que era demasiado ancho para hacer el amor con él y dándolo por un artilugio inútil lo guardé en un cajón y olvidándome de él salí a tomar posesión del taller tras comprobar que el padre corpulento del muchacho del segundo izquierda no rondaba por las escaleras.
Llegué al taller, saqué su tarjeta del buzón y coloqué otra que modestamente rezaba “Doctor Eugenio del Río” y orgulloso de mi nueva propiedad, entré moviendo exageradamente los hombros como suelen hacer los que se saben jefes, eché un vistazo a las herramientas, a saber: la llave inglesa, el martillo y el rollo de cinta aislante. No teniendo nada más que hacer allí cerré la puerta y salí a buscarme el sustento.
Pedaleando, pedaleando, llegué como sin darme cuenta a la tasca de Paca, y Paca, que me profesa cierto afecto porque soy con diferencia lo más granado de su clientela y tiene un perro que se llama igual que yo, me sirvió unas tazas de su peor vino y ya llegando la hora de comer me regaló un bocadillo de sobrasada y una tapa de oreja. Me comí el bocadillo e introduje la tapa en una bolsa para después, y ganado el día volví a casa a holgazanear hasta que abrió la discoteca. Así pasé varios meses desmotivado y deprimido ante la inutilidad de mi existencia.
No encontraba alicientes y la vida sin usted me parecía hueca, sin nada que hacer y sin dinero. Había esperado dos largos años a que usted saliera de la cárcel, imaginando que todo volvería a ser como antes, pero usted me había abandonado y ahí estaba yo, prisionero de la apatía, de la falta de trabajo, de la penuria económica. Durante ese tiempo acudí en varias ocasiones al taller a ordenar las herramientas con la vana y secreta esperanza de encontrarle ahí, o descubrir una carta suya en el buzón. Nada, nunca.
Poco a poco fui haciéndome a la idea de una vida en soledad y con el tiempo tomando conciencia de que algo tendría que hacer yo con mi vida y mi futuro, acaso buscar algo, un trabajo, un pasatiempo, cortarme el pelo o fingir un suicidio para llamar la atención. Estaba tocando fondo.
Y entonces, Doctor Padín, entró en mi vida la dulce Felicita Fidalgo, y yo, sorpresivamente me enamoré. 


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