El Tubo de Mirar.
Capítulo IV: Nuestra Primera Cita. Antonio Cortés.
Capítulo IV: Nuestra Primera Cita. Antonio Cortés.
Cancerbero seguía nervioso. Al despertar encontré muestras de ello por toda la casa. Le reconvine aquella actitud, argumentando que los perritos buenos no hacen caca, ni muerden cosas y que sería mejor que tomase buena nota si no quería sufrir serias consecuencias sin especificar. Luego, ya más tranquilos ambos, cogí el teléfono y marqué el número del despacho de la dulce Felicita.
-Buenos días, yo querría hablar con la señorita Fidalgo, si es tan amable- dije a la secretaria.
-Un momento, por favor- y me puso una canción.
-Felicita Fidalgo- dijo al fin tras larga espera la dulce Felicita.
-Señorita Fidalgo, espero no ser inoportuno.
-¿Quién habla?
-Soy yo, Eugenio.
-¿Eugenio?, perdone, pero no caigo.
-Si, Eugenio del Río.
-Discúlpeme Eugenio, pero no me doy cuenta, ¿es del Concello?.
-No, nos conocimos ayer en la plaza de La Herrería , ¿se acuerda ahora?.
-¡Ah, ya!, perdóneme Eugenio, creí que sería alguien de parte del alcalde. Estoy esperando una llamada importante, ¿sabe?.
-No se preocupe, Felicita, si prefiere la llamo en otro momento.
-Se lo agradecería. Ahora mismo estoy bastante ocupada.
-Bien, volveré a llamar.
-De acuerdo Eugenio, ¿ha dicho que se llama Eugenio?.
-Si, si, Eugenio.
-Adiós, Eugenio- y colgó el aparato.
Quedé mudo. Felicita ni siquiera se acordaba de mí. Yo había supuesto que tras nuestro encuentro del día anterior ella esperaría mi llamada con ansiedad, y ahora sabía que simplemente se había mostrado amable, pero ¿para qué darme su tarjeta entonces? Tal vez por costumbre. Las gentes como ella, con mucho dinero, disponen de cientos o acaso millones de unidades y las reparten por ahí y las intercambian entre sí por pura cortesía. Yo no significaba nada para la dulce Felicita.
Nuevamente el cielo se desplomó sobre mi cabeza. De nada había servido robar al bueno de Cancerbero, arrebatado a sus amantísimos dueños.
Ahora me veía otra vez solo, o peor aún, acompañado de un chucho educado, entre otras cosas, para convertirse en una perfecta máquina de hacer caca por todos los rincones de mi hogar, humilde hogar, sí, pero hasta entonces razonablemente limpio.
Me sumí nuevamente en una profunda depresión que duró cinco horas, exactamente el tiempo que tardé en volver a verla en la plaza.
Perdida toda esperanza, me había presentado con Cancerbero, con afán de afianzar nuestros lazos y abandonarlo luego a su suerte ya que las nuevas circunstancias lo convertían en un estorbo innecesario. Mi aspecto era descuidado, con la melena despeinada, la camiseta de Alice Cooper sucia y arrugada. Había sustituido mis sandalias cojonudas por unas viejas zapatillas a cuadros, de esas de andar por casa, que fueran de un mendigo a quien sustraje en su día cobardemente mientras él dormía.
Despechado, evité en principio acercarme a Felicita a pesar del vuelco que dio mi corazón nada más verla. Fingí ignorarla mirando hacia otro lado.
Fue ella la que se acercó.
-Buenas tardes, Eugenio. Hoy estuve el resto de la mañana esperando su llamada- dijo sonriendo.
-No fue esa la impresión que tuve al hablar con usted- intenté ataviar mi voz con un manto de reproche.
-Tiene que perdonarme. Cuando estoy trabajando me mantengo en tensión.
-¿Ha visto a mi perro?- pregunté- fíjese como juega con su perrita, que ya se están oliendo los culos. Se llama Cancerbero, ¿y la suya?.
-Es Soria. Le puse ese nombre por ser yo nacida en Soria y porque mi madre, que en paz descanse, padeció de soriasis toda su vida, que fue un infierno.
Estuvimos un buen rato hablando de los perros, permitiendo yo que ella llevase el peso de la conversación por no tener yo mucho que decir al respecto, dado mi desconocimiento sobre el asunto. Al agotarse el tema quise yo interesarme por su trabajo, pues recordé haber leído una revista en la que afirmaban que cuando alguien ama su trabajo aprecia que le pregunten por él.
-¿Cómo sigue el asunto de los terrenos, Felicita?.
-Estupendamente. Esta misma mañana me han confirmado la cesión de un espacio ideal. Tendremos tierra suficiente para instalar los laboratorios y los corrales. Contamos con un proyecto muy ambicioso en el que pensamos invertir todos los recursos necesarios, sin reparar en gastos.
-Adoro los animales- dije para no perder el hilo.
-Trabajamos en el campo de la genética. Nuestra idea es ayudar a preservar especies en peligro y evitar enfermedades probando tratamientos que en su día puedan aplicarse a otras especies, incluso a la humana. Y lo haremos desde el profundo respeto a los especímenes con los que trabajaremos y en armonía con el medio.
-Especímenes- repetí asintiendo con la cabeza.
-Creemos que para la investigación con animales no es necesario llenarlos de cables ni encerrarlos en jaulas diminutas. Por eso hemos estado buscando terrenos grandes, lo suficiente como para que los animales no noten mucho su falta de libertad. Investigaremos para ellos, no para una industria farmacéutica o cosmética, que solamente buscan rentabilidad a toda costa.
-Costa, eso es, costa. Las costas están llenas de animales, como usted sin duda sabe. Hay almejas...
-Creo que le estoy aburriendo- interrumpió la dulce Felicita- hábleme de usted, Eugenio, ¿a qué se dedica?
-Bueno, soy un profesional liberal que se dedica a los movedizos campos, ejem, ¿cómo se lo diría yo?, pues usted acaso piense que un individuo como yo, con mi apostura salvaje y esta elegancia innata, aunque claro, con estas zapatillas de casa que traigo hoy y la melena descuidada no se aprecie en su justa medida, quizás piense usted, decía, que acaso me dedique a los asuntos del comercio de carne humana, esto es, a alquilar mi cuerpo por horas, pero no es el caso que nos ocupa, descuide, aunque bien podría serlo y si levantáramos las persianas de todas las casas veríamos cosas increíbles, pero no se deje engañar por las apariencias, pues soy una persona profundamente religiosa y con una moralidad. Así me han educado. No, no, nada más lejos de la realidad. Lo cierto es que ahora mismo estoy en un tema que me trae muy ocupado con tanto trabajo que a veces no tiene uno tiempo ni para pasear al fiel Cancerbero, de atenderlo como se merece. Soy una persona muy atareada, sí, con enormes responsabilidades. Y dirá usted, ¿a qué se dedicará este hombre, con esa formación que tiene y esas cualidades, que seguramente se lo disputan las multinacionales y podría trabajar donde quisiera?
-Eso mismo es lo que le había preguntado- contestó reprimiendo un bostezo.
-¿A que cree usted que me dedico?
-No lo sé...
-Piense, piense Felicita, ¿cuál puede ser mi trabajo?, venga, venga, piense, a ver si es capaz de acertar.
-¿Es vendedor?
-Pues no crea usted que no valdría yo para la venta, pero no. Frío, frío.
-Me rindo.
-Soy inventor- dije al fin, consciente de que aquella situación se estaba alargando más de lo que admite la cordura.
-¡Inventor!, es apasionante.
-Lo es.
-¿Y trabaja en algún invento ahora?
-En efecto, ese es el caso. Trabajo en algo totalmente secreto, aunque bien pensado confiaré en usted, dado que estamos llegando a un punto en nuestra relación que yo diría que es como si fuera crucial, ¿no?, uno de esos momentos que se dan en toda pareja en los que uno tiene que saber a quién tiene delante, con optimismo. Felicita, hace unos meses que he terminado el Tubo de Mirar.
-¿Y para qué sirve?
-Es un instrumento óptico revolucionario. Es muy difícil de explicar, tanto que ni yo mismo termino de entenderlo. Está todavía en fase de experimentación, de pruebas, ya sabe cómo son estas cosas de la óptica con sus dificultades y sus peculiaridades, que nunca sabe uno por dónde van los tiros. Otro día se lo explico con calma si usted accede a volverme a ver.
-Me encantaría. Estoy un poco cansada y estresada y no me vendría mal un respiro. Como le decía el otro día no conozco a nadie en Pontevedra fuera de los asuntos de la fundación, ¿quiere que quedemos, no sé, para comer o cenar, dar un paseo?
-Hecho, Felicita.
-¿Me llamará usted?
-Lo haré. Invito yo, y le enseñaré la ciudad de noche. La zona antigua es hermosa en esta villa que une tradición y modernidad, en el corazón de las Rías Baixas, famosa por su gastronomía y la familiaridad de sus gentes, una ciudad cargada de historia a 15 minutos de Vigo y a media hora de Santiago- esto lo había sacado yo de un folleto turístico. Visite Pontevedra,- continué- capital de la provincia con el mismo nombre y disfrute de nuestras renovadas instalaciones. Precio por persona en habitación doble con desayuno...
-¿Cómo dice?
-La llamaré.
-Le tomo la palabra. Tengo que irme, Eugenio, pero espero su llamada.
Y cogió a su perra y se fue caminando grácilmente. Yo me quedé viéndola alejarse hasta que la perdí de vista.
Doctor, yo estaba perdidamente enamorado.
Y de pronto las dudas comenzaron a acosarme, pues ¿quién era yo para enamorarme de ella, no teniendo nada que ofrecerle?
Era el momento de acudir a mi amigo Antonio Cortés. Antonio Cortés, a quien no creo que usted haya conocido, era mi asesor de imagen además de amigo. Suya es la idea de mis sandalias de charol que tantos éxitos reportan, suya es mi melena. Suya es mi habilidad para la danza, pues era también la persona de confianza que tenía yo para las cuestiones del baile y el protocolo. También me ayudaba en cuestiones de amoríos, ahí sí con escasos resultados, achacables en su opinión a mi falta de aptitud, opinión objetable por cuanto ya he comentado que el Hacedor me ha obsequiado con enormes cualidades que hacen de mí un gran partido y sería el hombre de los sueños de muchas mujeres en edad de merecer por mi clase y elegancia natural, y si he cosechado sonados fracasos fue siempre por mi falta de porvenir y la estrechez de recursos que propondría como toda ofrenda a la mujer que pusiera en mí sus miras.
Y no hay mujer en el mundo, por enamorada que esté y gracioso que sea el pretendido dispuesta a compartir su vida con quien solamente pueda ofrecer hambre, miseria y desolación, salvo que, y esta era la gran baza en mis aspiraciones con respecto a la dulce Felicita, que ya sea ella millonaria, como parecía ser el caso.
Levanté el teléfono y marqué el número de Antonio Cortés. Contestó su madre, seria y circunspecta quien me notificó con grande pesar que su amado hijo Antonio acababa de morir víctima del tabaco, el alcohol, las drogas y la mala vida, pues a pesar de no practicar ninguno de aquellos vicios había resultado atropellado por un conductor de autobús bebedor, fumador, pendenciero y trasnochador que se había dado a la fuga sin dejar sus datos y con todo el pasaje a bordo.
El luctuoso acontecimiento me dejó perplejo como es de suponer. Acongojado, apenas fui capaz de expresar a la pobre madre mis sentimientos de pesar y mi indignación ante las tremendas injusticias de la vida y manifestar mi opinión sobre el chófer ese que no podría en modo alguno ser una persona buena, ni el ni su puta madre.
Luego aseguré a la pobre señora que su hijo me debía dinero y que en realidad era ese y ningún otro el verdadero motivo de mi llamada, pero inmediatamente arrepentido de tamaña falsedad saliendo de mi boca solicité un premio en metálico como tributo a mi honradez, momento en que ella cortó la comunicación justo estando yo a punto de rebajar sustancialmente mis pretensiones y conformarme con un favor sexual. Tampoco pude ya, como estaba planeando, ofrecerme a lavar sus pies con esencias aromáticas y secarlos luego con mis cabellos, como era preceptivo en aquellos momentos para ella tan desgraciados.
Muerto Antonio Cortés no me tenía más que a mí mismo para resolver las dudas, que eran numerosas. ¿Debía ofrecer a Felicita una cena con honores en un lujoso restaurante, una cena romántica con velas? ¿Me malinterpretaría?, o en otras palabras ¿adivinaría mis intenciones?
¿Sería más correcto algo informal y barato como un bocadillo de mortadela en Casa Paca?, ¿debería vestirme con mi camiseta de Alice Cooper, o mejor la otra, la de la IV festa da ameixa de Campelo, xornadas gastronómicas 1998?.
Y otras cuestiones.
¿Debía ofrecerme a recogerla en la bici del chaval del segundo o por el contrario pedirle a ella que me enviara un taxi? Y más importante todavía: ¿Chichos, trenzas, coletas o mejor la melena ondeando al viento en libertad?.
Limpié las cacas de Cancerbero, le di un tazón de Crunchy Fruits Chocolateados, me tomé yo otro, recorté el cupón de la caja, lo metí en un sobre sin olvidar escribir las direcciones del destinatario y el remitente, me arrodillé junto a la cama, recé por el alma de mi amigo Antonio Cortés, pedí también por mí y por Felicita, por mi madre, por mi hermana, por mi padre, por el Papa y los obispos, por usted, por los pobres y los desamparados, por Cancerbero.
Me santigüé y me acosté resolviendo dejar las dudas para el otro día.
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