domingo, 17 de enero de 2010

El Tubo de Mirar. Noveleta humorística. Capítulo V.

El Tubo de Mirar. 

Capítulo V: Primera cita.



Pero a la mañana siguiente y tras pasar la noche en vela las dudas lejos de estar resueltas persistían acrecentadas y nuevas preguntas habían surgido al socaire de las horas:
¿Sería una opción invitarla a cenar en mi casa?, y en caso afirmativo ¿habría ya caducado mi lata de mejillones en salsa de vieira?, ¿debería acompañarla con una barra de pan?.
Poco a poco fui recobrando la calma y el sentido. Lo que por la noche son penumbras se convierten en nimiedades a la luz de la mañana.
Y así fueron clarificándose las opciones hasta dar con el plan que a continuación detallo:
La cena en un buen restaurante, céntrico para evitar desplazamientos largos y onerosos.
El pelo sin duda en coletas, disponiéndose estas una a cada lado de manera simétrica.
Camiseta de Alice Cooper.
Sandalias, por supuesto, protegidos mis pies con calcetines para minimizar el efecto de las bajas temperaturas que iban llegando con el invierno.
Pantalones, los que tenía y tengo, acaso lavados.
Los animales como asunto troncal de la conversación, si bien debería preparar un par de temas alternativos por si aquel agotábase.
Los gastos por mi cuenta.
La fecha, un día entre semana, evitando las aglomeraciones que se producen en Pontevedra las noches de viernes y sábados en la zona antigua.
Paseo nocturno por la dicha zona con parada en la fachada de la Basílica de Santa María, con especial mención a las figuras del señor con gafas (haciendo notar la rareza de tal prótesis a principios del siglo XVI, fecha de construcción), y a la que se dice representa a Colón, descubridor del Nuevo Mundo, Pontevedrés.
Parada en la Casa de las Campanas. Contar la historia del botín nunca encontrado y allí supuestamente escondido por Benito Soto, el último pirata de Europa, pontevedrés ilustre que se amotinó a bordo del bergantín Defensor de Pedro haciéndose al mando de la nave rebautizada como Burla Negra desde la cual se dedicó a la piratería adquiriendo en breve merecida fama de sanguinario para terror de los mercantes que surcaban el Atlántico hasta que fue apresado por los ingleses que lo colgaron el Gibraltar aquel fatídico día de 1830.
Parada frente a la capilla de Sor Lucía, pastorcilla portuguesa a quien se apareció la Virgen de Fátima, y que aquí en Pontevedra tuvo la visión del Niño Jesús portando en sus manos el corazón sangrante de su madre. Esto contado en voz baja para causar mayor impresión.
Mis encantos lucidos todos ellos durante toda la noche. Andares elegantes, movimientos de cabeza, gestos amables, donosura.
Al finalizar la deliciosa velada la acompañaría a casa y allí la dejaría en el portal salvo que ella dispusiese otra cosa, como subir a mantener relaciones sentimentales. Ropa interior limpia, por si se daba ese caso.
Mi ojo pocho sería limpiado cada cinco minutos con el pañuelo de hilo.
Con eso, y a falta de algunos detalles, ya estaba todo organizado. Nada fallaría y Felicita quedaría tan deslumbrada ante una operación diseñada con tanto esmero que no vería otra opción que la de arrojarse a mis brazos para ya nunca salir de ellos.
Desayuné. Cunchy Fruits Chocolateados. Limpié la mierda de Cancerbero, me armé de valor y cogí el teléfono.
-Buenos días- dije- quisiera entablar conversación con la señorita Fidalgo, por favor..
-Un momento- y me puso entretanto la versión instrumental de una famosa melodía cuyo título escapa a mi memoria y cuyo tarareo se vuelve inútil si es transmitido sobre papel no pautado.
-Felicita Fidalgo, buenos días- sonó al fin su tierna voz.
-Señorita Fidalgo, buenos días. Soy Eugenio.
-¿Eugenio?.
-El mismo Eugenio que tiene un caniche, el bravo Cancerbero.
-¡Ah, Eugenio!, perdóneme, es que con tanto trabajo...
-No se preocupe, Felicita. Llamaba por esa cena...
-¿Le parece bien esta noche?
-Esta noche sería estupendo.

Todo marchaba sobre ruedas. Me dio su dirección para pasar a recogerla.
Cogí la guía telefónica. Tuve que hacer varias llamadas porque algunos restaurantes cerraban los lunes. Por fin reservé una mesa para dos insistiendo en que me guardasen un lugar preferencial y que lo tuvieran todo dispuesto para un encuentro romántico, con gran profusión de velas, flores y cuantos elementos considerasen útiles para el éxito de mi misión, que no era otra que la de deslumbrar a mi pareja.
Necesitaba dinero. Me vestí, bajé a la calle, reventé cuatro cabinas, fui al banco, cambié la calderilla en billetes, conté el dinero y pareciéndome escaso reventé otras tres cabinas, volví al banco, cambié la calderilla en billetes, conté el dinero y pareciéndome suficiente volví nuevamente a casa, me quité el pantalón, lo lavé y lo puse a secar, me lavé la melena, la sequé y la peiné.
Me dediqué entonces a preparar dos o tres temas de conversación tal como había planeado. A continuación presento el resultado:
La Aurora Boreal. Problemas y soluciones.
La contaminación medioambiental y su relación con el sexo de los ángeles (ninguna, y por tanto fácilmente argumentable).
¿Gafas, lentillas? La gran disyuntiva del astigmático moderno.
Añoranzas del Siglo XX.

Luego inventé un par de anécdotas sobre hechos que hubieran podido suceder y de los que yo sería heroico protagonista para contarlas a Felicita.
Todo ello me llevó varias horas, tantas que al terminar mis pantalones ya estaban secos.
Se me echaba el tiempo encima. Me vestí, me hice las coletas y repasé mentalmente todo el proyecto.
Salí de casa, me crucé en las escaleras con la presidenta de la comunidad, quien me preguntó por la evolución de mi hermana. Le dije que estaba mejor, la operación había sido un éxito y todo marchaba satisfactoriamente, tanto que se diría obra del mismísimo Satanás, pero debía quedarme con su mascota todavía unos días más, acaso semanas. Ella contestó que el tiempo necesario, que había hablado uno por uno con todos los vecinos y que cada uno de ellos se había mostrado de acuerdo y que ahora lo único importante era la salud de mi hermana, máxime cuando al fin era fiel a su marido, mi cuñado.
Luego me dijo que como presidenta hablaba en nombre de toda la comunidad al ofrecerse para cualquier cosa que pudiese servir de ayuda y que incluso el padre corpulento del chaval del segundo izquierda se había decidido a comprar una bicicleta nueva para su hijo y yo podría convertirme así en legítimo usuario de la bici vieja, aquella que ya usaba sin permiso y que pasaría a ser de mi propiedad.
Yo acepté con sincera emoción y aseguré que muy a mi pesar debía interrumpir tan agradable conversación para acudir al hospital a ver a mi hermana.
Me dirigí a la dirección de Felicita para recogerla.

Vivía ella, tal como era de suponer en una zona cara y elegante. Por un momento estuve a punto de desistir y dar media vuelta y así lo hubiera hecho de no ser por un asiático que se cruzó en mi camino ofreciendo flores. Interpretando aquello como una señal favorable compré dos flores, una para ella y otra para mí, y así armado avancé seguro.
Felicita estaba esperando en el lujoso portal, hermosa y contra lo que yo esperaba, vestida. Intentando ocultar mi decepción y desconcierto le tendí la flor. Ella sonrió y me dio las gracias con un gesto contrariado que yo interpreté como de incomodidad por saberse obligada a cargar con la flor toda la noche. Yo, sonrojado, le mostré la otra, la mía, la flor que había comprado para mi disfrute con idea de hacerle ver que yo también cargaría con una flor toda la noche. Y Felicita, desconcertada, creyendo acaso que era un nuevo regalo la cogió también y se quedó con ella fingiendo un ademán que quería significar sorpresa y agradecimiento por esa nueva flor, pero que en realidad no ocultaba desagrado por tener que cargar con dos flores toda la noche. Yo entonces reflexioné para mis adentros sobre las desventajas de la inmigración descontrolada y la pobreza del tercer mundo que habían empujado al asiático de los cojones a buscar oportunidades en Europa en lugar de quedarse en su puta casa cultivando opio. Occidente debería, pensé, poner en práctica nuevas políticas de desarrollo para corregir las desigualdades entre terrícolas, evitando así engorrosas situaciones como la que vivía yo aquella noche con las flores.

Tras unas protocolarias frases que intercambiamos Felicita y yo sobre las bajadas de temperatura, por otra parte normales en esa época del año en Galicia y sobre lo pronto que se hacía de noche, llegamos al restaurante. Fuimos recibidos por un señor con pajarita que nos indicó el camino a la mesa. Nos sentamos y trajo las cartas, una para cada uno tal y como se espera de la categoría del local. Procuré leerla con la boca cerrada siguiendo un consejo de mi difunto amigo Antonio Cortés q.e.p.d.
El ser humano, decía Cortés, tiende a abrir la boca, incluso dejando suelta la mandíbula inferior cuando está leyendo. Ello confiere a su rostro una expresión entre desencajada y bobalicona. Pues bien, si lo que está uno leyendo es la carta de un restaurante caro, se suma a la tendencia anterior la de abrir los ojos con desmesura. Esto último puede dar lugar a que la persona que te acompaña piense que además de ser bobo, serás incapaz de afrontar la cuenta y no estás para dispendios.
Por tanto, Doctor Padín, es aconsejable (salvo que se haga en voz alta) leer en público con la boca cerrada y más en un buen restaurante.
Así lo hice y cuando al rato el camarero volvió para tomar nota le pedí consejo. Nos recomendó de primero el bogavante con tres salsas seguido de el medallón de buey con reducción de grelos en capricho de nuez. Yo pedí un filete con patatas y Felicita dijo que le parecía una magnífica elección y pidió lo mismo aunque siempre pensé cuando en adelante aquello vino a mi memoria que ella hubiera preferido el bogavante y lo otro. El camarero, instruido para ser discreto, tomó nota y preguntó qué queríamos para beber. Pedí un vino del año en curso envasado en tetra brick y el camarero contestó que se les había terminado y lo lamentaba, pero que podía ofrecernos una botella de un rioja que colmaría sobradamente mis más altas expectativas. Acepté y Felicita también.
Se produjo entonces tras la marcha del camarero una pausa incómoda. Debía tomar la iniciativa, pensé, no dar la impresión de quien no tiene nada que decir, pero por un momento me quedé en blanco. Intenté recordar los temas que había estado preparando toda la tarde.
-Adoro a los animales- dije al fin.
-Hábleme de usted- dijo ella al mismo tiempo.
-Perdone, Felicita, ¿decía usted?.
-No, por favor. Usted primero.
-No, nada, que adoro a los animales- susurré algo picado dando por perdido el impacto del efecto sorpresa.
-Son maravillosos y a mí misma me sucede algo parecido, hasta el punto de que los he convertido en el sentido de mi vida.
-Hábleme de usted- contraataqué considerándolo un buen recurso.
Y Felicita me habló de ella y me contó su historia hasta aquella fecha, que a grandes rasgos es la que sigue:


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