domingo, 7 de febrero de 2010

El Tubo de Mirar. Noveleta humorística. Capítulo VIII

El Tubo de Mirar. 

Capítulo VIII. El acto. Armonio y Amoroso.
Como verá usted, Doctor, cuando termine de leer este capítulo, una concatenación de sucesos en apariencia menores puede desencadenar un acontecimiento de extrema gravedad. En mi vida, como usted sabe, este fenómeno ha sido una constante. No quiero con esto culpar a Dios o al destino de mi mala fortuna. Por el contrario creo que solamente a mi carácter elástico y a mi conducta normalmente errática se pueden achacar resultados tan adversos. Supongo que un especialista podría diagnosticarme una o varias enfermedades mentales y sus tratamientos, pero tampoco arguyo esto como descarga de responsabilidades, pues comúnmente soy yo quien hace de mí mismo algo mucho más grave de lo que la naturaleza dispuso.
Pero estas disquisiciones no nos llevan a sitio alguno ni remedian ya nada de lo sucedido. Al fin, tan inútil es un mechero sin gas como un mechero sin piedra.
Por tanto, dejémoslo así y regresemos al relato.
Pasé la tarde intentando reproducir con el artilugio los resultados que obtuviera Felicita, por supuesto sin resultado.
Dormí luego toda la noche de un tirón tras dar buena cuenta de un tazón de Crunchy Fruits y rezar mis oraciones.
Al levantarme por la mañana tomé la que acaso haya sido la decisión más errónea que haya tomado en mi vida.
Considerando las características del acto al que iba a asistir decidí acudir al mismo con el bueno de Cancerbero. Pensé que tratándose de la noble presentación de una entidad cuya meta era a fin de cuentas la de ayudar a los animales lo lógico sería acudir acompañado de mi mascota, y que el resto de los invitados harían lo mismo. Todos haríamos comentarios sobre nuestros animales y miraríamos despectivamente a quienes osaran comparecer sin llevar bajo el brazo al menos una jaula con un pajarillo.
El porqué de tal pensamiento me lo he preguntado desde entonces cientos de veces. Lo cierto es que nunca antes había yo tenido ocasión de acudir a un acto de ese tipo, por lo que desconocía el protocolo a aplicar. Creo que fue un exceso de euforia provocado por mi naturaleza bipolar lo que me impidió reflexionar sobre la cuestión, pues cualquier razonamiento lógico me hubiese llevado a pensar que, ante la duda, mejor sin perro.
Así que me aseé con pulcritud, me hice las trenzas, me vestí, camiseta de Alice Cooper, pantalones y sandalias, limpié el culo a Cancerbero y estando próxima la hora convenida salimos de casa. No me crucé con nadie en las escaleras ni en el portal y me dirigí directo a la casa consistorial llevando en una mano la correa del perro y en la otra un melocotón flordastar. Hay veces que creo que nunca se sabe cuándo puede necesitar uno un melocotón flordastar.
Llegué cinco minutos antes de la hora y allí me encontré a la dulce Felicita acompañada de varias personas entre las que reconocí a la alcaldesa haciendo corrillo con otros hombres y mujeres de significado.
Ya emprendía yo la retirada con idea de esperar fuera cuando Felicita me vio y con ostentosos gestos me indicó que me acercara al grupo, lo que no me quedó otro remedio que hacer para no mostrar descortesía.
Lógicamente la alcaldesa y los otros personajes importantes me reconocieron, pues ya creo haber dicho que aquí nos conocemos todos y siendo como soy yo una persona optimista pues con más motivo todavía. A pesar de la incomodidad no me preocupé en demasía pues al cabo también los reconocí yo a ellos y si ellos conocen detalles de mi vida que pueden ser inconvenientes también yo sé de sus chanchullos y contubernios. Y quizás por eso mismo cuando vieron que me acercaba hicieron hatajo aparte dejando a Felicita sola con tres personas que, supuse, no eran otras que su padre y sus dos hermanos, como así resultó ser.
-Eugenio, me alegra que haya podido venir. Permítame que le presente a mi padre y a mis dos hermanos, Amoroso y Armonio.
-Encantado, señores- respondí- es para mí un placer y un honor conocer a personas de las que Felicita habla tanto y tan bien.
-Ya veo que ha traído a su perrito- apuntó el padre con cara de malas pulgas.
-Y yo que usted no ha traído al suyo- contesté devolviendo la mirada.
Ya noté en ese momento que Cancerbero daba grandes muestras de nerviosismo, si bien no supe establecer un diagnóstico que me hubiese evitado un grave problema, ni tiempo tuve, pues en ese momento se abrieron las puertas del salón donde se había de celebrar el acto y allí nos metimos todos.
Sospecho que lo que pasó a continuación debió seguir la siguiente secuencia:
Felicita, me muevo en el terreno de la probabilidad, habría estado en contacto aquella mañana con su perrita Soria.
La perrita Soria estaría acaso en celo.
Emanaciones o fluidos u olores de la perrita Soria habrían quedado impregnados en la ropa de la dulce Felicita, quien por cierto iba aquella mañana muy elegante y hermosa.
Cancerbero, por su parte, sentía necesidad de dar rienda suelta a su fogosidad.
Quiero creer que el bravo Cancerbero era todavía virgen y por tanto inexperto en las artes del amor.
Entramos todos en el salón de actos para tomar posiciones, y ahora ya no nos movemos en el terreno de las probabilidades sino en un relato los hechos tal como acontecieron, rodeados de personajes de la política y la ciencia además de una legión de fotógrafos, periodistas y cámaras de televisión que realzarían la importancia del acontecimiento, algunos de ellos enviados desde Soria. Felicita ocupó el asiento central de la mesa destinada a los oradores.
Cancerbero se me escapó y fue tras ella, se subió a su regazo y allí practicó una sucesión de espasmos dejando sobre el hasta entonces inmaculado vestido de Felicita su precioso líquido seminal, y entre las risas indisimuladas de algunos de los concurrentes, la indignación de otros y el desconcierto de todos lanzó una suerte de aullido de placer y regresó conmigo moviendo la cola y mirándome como queriendo decir: “¿has visto lo que soy capaz de hacer?".
Yo intenté en un primer momento desentenderme del asunto preguntando en voz alta a una señora que se sentaba a mi lado si aquel perro era suyo, pero inevitablemente todas las miradas confluían en mi persona. Alguien de la mesa de oradores se levantó y micrófono en mano avisó a todos que el acto había de ser aplazado durante unos minutos, quizá treinta.
Momento que yo aproveché para salir a la puerta del edificio y desde allí arrojar al fiel Cancerbero a la fuente que rodea la estatua de los Héroes de Pontesampaio, quienes comandados por Morillo según reza la placa al pie del monumento, lucharon con bravura para rechazar a las tropas francesas al mando del mariscal Michel Ney, en una de las batallas cruciales de la Guerra de Independencia que nos enfrentó a los ejércitos napoleónicos.
A Cancerbero no pareció importunarle el remojón y salió de la fuente moviendo la cola y sacudiendo el cuerpo. Algunas personas salían del edificio para estirar las piernas y hacer tiempo hasta la reanudación del acto y entre ellos hacían sin duda comentarios jocosos sobre mí y Cancerbero y por supuesto sobre la dulce Felicita. Yo fingí ignorarlos pues soy de naturaleza cobarde y sólo agredo a un cristiano si previamente soy golpeado o si la anciana a la que pretendo arrebatar el bolso se resiste con aguerrida determinación.
Decidí suavizar la violencia del momento lanzando a las palomas imaginarias miguitas de pan y así fue pasando el tiempo hasta que todos volvieron a entrar. Mi idea era la de esperar junto a la puerta hasta que saliera Felicita para presentar mis disculpas y, llegado el caso, allí mismo y ante todos matar a palos a Cancerbero para mostrar a mi amada la firmeza con la que podía llegar a defender su honor.
Fueron saliendo todos y formando grupos en los que esta vez se comentaba elogiosamente la presentación que Felicita había hecho de su proyecto, al parecer ambicioso y de gran potencial, como me pareció entreoír.
Vislumbré a mi chica sonriente, con otro vestido, recibiendo los parabienes de su familia y las promujeres y prohombres, y no deseando acercarme a ella por miedo a su reacción comencé a hacer señas y a llamarla a gritos.
Ella me oyó como todos y se acercó rápidamente con gesto riguroso.
-¿Cómo se le ha ocurrido traer a su perro?, ¡ya ha visto lo que ha conseguido!- espetó severamente.
-Discúlpenos, Felicita, ha sido un error, ¿quiere que lo mate a palos delante de toda esta gente para reparar su honor?- pregunté cogiendo al chucho por el pescuezo.
-¡No, por Dios, no sea bruto!- rió tomándolo por broma- pero no ha sido agradable ser violada en público por un perro.
Yo tenía que haber cambiado de tema y dar aquel asunto por zanjado, pero ya sabe usted, Doctor, que tengo problemas para interrelacionarme con la gente y dificultades para la expresión oral y con frecuencia cuando abro la boca no sé si lo que ha de salir por ella será bien interpretado por mis interlocutores.
-Bueno, Felicita- dije esto en tono jovial- técnicamente no ha sido una violación.
-¿Cómo dice?- se le borró la sonrisa, el ceño fruncido.
-Digo que, en fin, tampoco es que usted se haya resistido mucho.
-¿Sugiere usted que yo deseaba...?.
-Sí, en realidad casi se podría hablar de una relación consentida, pues....
Y eso fue todo lo que pude decir, recibiendo en el instante una sonora bofetada que me cortó la palabra y la respiración y que aún hoy me duele, Doctor Padín.
Se formó un revuelo a nuestro alrededor mientras la gente me insultaba y Amoroso y Armonio se llevaban a Felicita en volandas.
Fui a Casa Paca, me comí un bocadillo de zorza y apesadumbrado, roto mi corazón, volví a mi casa llorando a lágrima tendida y mesándome las trenzas.
Y allí seguí llorando hasta que anocheció. Entonces me tomé un tazón de Crunchy Fruits Chocolateados y salí a la discoteca a bailar y emborracharme.
Ya en la calle, apenas a unos metros del portal de mi casa, dos personajes que se presentaron como Siniestro Fernández y Diablo López pero a los que yo reconocí al momento como a los hermanos de Felicita Amoroso y Armonio, entre otras cosas por que no llevaban máscara ni otra cosa que dificultara su identificación, me dieron una paliza de muerte sin darme ni tiempo, como educadamente les solicité, a sacar mi navaja. Luego me advirtieron que no volviera a acercarme a la señorita Fidalgo y tras darme una nueva docena de patadas se ausentaron tranquilamente.
A rastras subí de vuelta los cuatro pisos, conseguí entrar en mi casa y en ella permanecí agonizando durante varios días.



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