Capítulo XV. El inspector Papichulo.
Escondí provisionalmente el Smith and Wesson en el primer cajón de mi mesa, y esto hecho, examiné detenidamente el contenido de la cartera, que paso a enumerar:
4.000 euros en billetes de 500 euros, que pasan a mi bolsillo.
30 dolares a los que doy igual destino.
7,42 euros en calderilla que pasan a mi bolsillo.
7 tarjetas como la que me dio a mí, que sumadas a esta ultima hacen un total de 8 tarjetas que quemo inmediatamente para no dejar pruebas.
Otros papeles que también quemo al instante por el mismo motivo, escritos presumiblemente en inglés u otro idioma pagano.
Y nada más.
Intento destruir la propia cartera pero al ser de piel no arde con facilidad. Rompo la cartera por las costuras obteniendo como resultado nueve rectángulos de piel que guardo en el archivo de los objetos estudiados con mi Tubo. Precipitadamente les pongo a cada uno una etiqueta con un número y la leyenda "pendiente de nuevo estudio".
Apenas hecho esto, suenan unas sirenas y acto seguido unos golpes en la puerta. Acudo a abrir sin demora. Un policía nacional uniformado.
- Buenos días -me mostraba la placa.
- Buenos días.
- Soy el inspector Papichulo. Tengo que hacerle unas preguntas. Un hombre ha aparecido muerto frente a su puerta, ¿sabe usted algo?
- ¿Un hombre muerto?, ¡por Dios, la Virgen y todos los santos!- exclamé- no tenía ni idea.
- ¿Le importa acercarse? Tal vez sea un vecino y pueda usted ayudarnos a identificarlo.
- En absoluto, inspector Papichulo, aunque en honor a la verdad espero no conocerlo -salimos y allí estaba Yómfili Sebas tal y como yo lo había dejado, si acaso un poco verde.
Papichulo tomó una libreta de su bolsillo y extrajo un bolígrafo del interior de su chaqueta.
- ¿Reconoce al difunto?
- No.
- ¿Ha oído usted algún ruido o notado algo sospechoso en las últimas horas?
- No.
- ¿Vive usted por aquí?
- No.
- ¿Trabaja usted aquí?
- Sí -trataba yo de dar respuestas cortas para no comprometerme.
Mi experiencia me había enseñado a comportarme en un interrogatorio, siendo yo culpable como era en este caso y los otros, con gran circunspección. Pero nunca antes me había visto involucrado en un asunto de tal magnitud como la muerte de un ser humano y temía que respuestas largas y evasivas alargaran el asunto y consiguieran comprometerme.
- ¿En qué trabaja?
- Aquí en mi taller.
- ¿A qué se dedica en su taller?
- Soy inventor.
El inspector me miró así como entre sorprendido e incrédulo.
- ¿Inventor, dice usted?
- Sí.
- ¿Y ha inventado usted algo?
- Sí.
- ¿Como qué?
- No se lo puedo decir, inspector. Mis inventos son secretos.
-Ya, ¿su nombre?
Tomó mis datos y me pidió que no me moviera del sitio. Él se dirigió a su coche y estuvo unos minutos hablando por la radio.
- Eugenio del Río Pérez -dijo al volver- parece usted un hombre problemático, a juzgar por sus antecedentes.
- Marqués del Valle de Ostende -añadi para ganarme su respeto- soy un grande de España, inspector Papichulo, y esos antecedentes a los que usted alude no me convierten en sospechoso de asesinato, creo.
- Yo no he dicho que este hombre haya sido asesinado.
- Pero se comporta usted como si lo hubiera dicho, inspector, con tanta pregunta y tanto antecedente.
- El caso es que el cadáver presenta claros signos de violencia. A simple vista se observan golpes en una pierna y en la cabeza.
De pronto, surgidos de la nada, comenzaron a aparecer personas que encontraban al azar instrumentos y todos empezamos a tocar y a cantar. El resultado dejaba algo que desear, lo que parecía natural si tenemos en cuenta que la pieza que interpretábamos era el Magnificat de C.P.E. Bach completo, pieza de difícil ejecución. Debo decir que para ser una obra que nunca antes había escuchado, mi papel de barítono tenor resultó al menos digno, si bien flaqueé en un par de notas inalcanzables desde el momento en que la orquesta llegaba tres octavas por arriba. El "gloria" final quedo algo menos apoteósico de lo esperado, aunque el coro no desmereció. Tristes fueron los solos de la soprano, a cargo del inspector Papichulo, que movían a vergüenza ajena. Nada que añadir.
- ¿A qué hora llegó usted a su taller? - preguntó Papichulo cuando nos hubimos quedado nuevamente solos.
- No sabría decírselo con exactitud. Cerca de una hora, quizás.
- ¿Tiene testigos?
-No lo sé, inspector, pero inmediatamente antes de venir hacia aquí pasé por una tienda de fotos a revelar un carrete. El dependiente se lo confirmará.
- Bien, señor del Río. Con esto me basta por el momento. No obstante le hago entrega de una tarjeta por si recuerda algo que pueda ser de importancia para mi. No dude en llamar.
- Lo tendré en cuenta.
- Y no se aleje de la ciudad. Es posible que vuelva a necesitarlo.
- Descuide, nunca he salido de la ciudad.
Tras la marcha del inspector quedé sobrecogido. Tal sucesión de acontecimientos sin pausa cuando menos movían a reflexión. El comportamiento del empleado de los revelados, la súbita aparición del norteamericano, el consecuente interrogatorio. No me pesaba la muerte de Sebas, fuera quien fuese. Al cabo había sido él quien me amenazara a mí.
¿Quién me traicionaba? Por descontado, mis sospechas recaían sobre el muchacho de las fotos, toda vez que la otra persona que estaba al tanto de mis hallazgos era la única en quien yo confiaba, mi amada, mi amiga, la causa de mis desvelos y mi inspiración.
Doctor, la dulce Felicita Fidalgo.
A pesar de todo necesitaba salir de dudas, y por ello decidí llamarla, hablar con ella y que de sus sensuales labios saliera la confirmación.
- ¿La senorita Fidalgo, por favor?
- Al habla.
- Felicita, es urgente que nos veamos.
- ¿Quien habla, por favor?
- Soy yo, Eugenio.
- ¿Eugenio?
- Si, Eugenio, ya sabe, el de las sandalias de charol, que Ie llevó un pato cojo para arreglar.
- ¡Ah, Eugenio, es usted!, ¿hay novedades con el Tubo? - el Tubo, siempre el Tubo, sólo le interesaba el Tubo.
- Pues sí y no, Felicita. Es un asunto muy delicado, tengo que hablar con usted en persona.
- Bien, veamos..., ¿podemos comer?, ya es casi la hora, yo salgo en quince minutos y puedo tomarme la tarde libre.
- Bien, ¿puede recogerme en mi taller?
-Espéreme en el taller.
Mientras dábamos vueltas en el coche de Felicita, un formidable vehículo tan nuevo como caro como limpio como grande, le puse al tanto de lo sucedido. Al fin encontramos un restaurante que nos pareció propio. Ella invitaba.
Xa era hora.
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