Por Manuel Pérez Lourido
Cuando
me paso por aquí a la vuelta del finde, me siento como el chucho que
se adentra en territorio foráneo y no tiene cosa mejor que hacer que
dejar un rastro tras un leve levantamiento de pata. Son curiosos los
animales. Los seres humanos también, y tan retorcidos que llegamos a
sentir curiosidad por nuestras propias rutinas y filias y fobias. No
se trata de comparar mis deposiciones en Glub con la sabia meada que
el ADN perruno les hace depositar aquí y allá a los canes, para
marcar como propio un recinto. Ya sé yo que esta bitácora tiene el
dueño que merece y que se ha ganado su público a golpe de materia
escrita, humor e ingenio; el que repetidamente, como hacen los
perros, uno reitere su ingreso en esta zona es tan sólo un síntoma
más de la intensa verborrea literaria puede a llegar a azotar a los
seres humanos. Algún especialista en la materia debería también
analizar el por qué la comparación de los textos con las heces (por
ir dejando pistas a los exégetas).
Alcanzado el objetivo de llenar un párrafo sin haber dicho
practicamente nada, conviene adentrarse en el meollo. “Meollo” es
vulgarismo del latín “médulla” que también es le título de un
disco de la islandesa Bjork a quien tuve el placer de escuchar en el Gaiás mientras mi cuerpo
iniciaba los trámites elementales de la congelación. En sentido
figurado, ambos términos aluden a la parte esencial, a la entraña
de un asunto. Hay, pues, que decidirse: la semana ha venido metida en
harina. Para llenar varios sacos: la caligráfica morosidad contable
de Bárcenas, el virtuoso Messi esperando en las cocheras del
Bernabeu a un adversario tras el enésimo partido del siglo, el
indulto a la mamá que compró comida para sus retoños con una
tarjeta que se encontró, otro indulto a un kamikaze automovilístico
que ocasionó una muerte, el caso Amy Martin (o el toco-mocho más
trending), etc.
Uno se siente tentado por los dientes de sierra de los temas
apuntados, pero luego observa la exagerada papada de pega de Anthony
Hopkins en el papel de Alfred Hitchcock (por cierto, hitch
puede ser hacer auto-stop, no les diré qué significa cock) y
empieza a titubear. Me encanta titubear: dudar es un coñazo,
francamente, pero titubear es una experiencia glamurosa y fascinante.
Tal vez por eso soy de los que titubean cada vez que pueden
permitírselo, que hay ocasiones en que simplemente es un lujo: que
se lo pregunte a nuestro presidente de gobierno. Los de Pontevedra
solemos llamarle Mariano, aunque no hayamos sido presenteados. Por
marcar territorio también, claro.
A ciertas alturas de los titubeos y de los posts, uno ha
aprendido que retirarse a tiempo tal vez no sea una victoria, pero te
asegura un empate. Y tal y como está el cotarro, les confesaré, no
estamos para despreciar los empates. Suyo afectuosamente.
..."la caligráfica morosidad contable de Bárcenas"
ResponderEliminarCien sobre diez. Y la foto un acierto, que viene diciendo que hasta los perros si se ponen saben recoger su mierda