"Dadle a un comunista una botella de champaña y veréis a su corazón saltar más lejos que el corcho"
Esta frase fue escrita por Fernández Flórez. La reproduzco de memoria, por lo que no prometo que se acerque a la literalidad. La escribió en tiempos en los que al champán se le llamaba champaña, y en los que la mayor expectativa del comunismo era la de acabar con los ricos. Aquellos comunistas no aspiraban al reparto de la riqueza, si no a su destrucción. Abjuraban de sus principios, lógicamente, en cuanto probaban el champán. Nadie quiere sentarse sobre sillas de mimbre una vez que ha podido apreciar la suavidad del terciopelo. Cuando tomaban un palacio, la turba lo destrozaba, mientras que los comunistas más listos, los líderes, tenían que restaurarlos más tarde para poder instalarse en ellos. Ni la turba ni sus líderes habían leído realmente a Marx, a pesar de que lo citaban constantemente, y por tanto, no habían entendido nada.
Con el paso del tiempo y el advenimiento de una clase media acomodada, la clase trabajadora, casi desaparecida, cambió sus objetivos. Deja de desear que los ricos no beban champán y comienza a luchar por el champán para todos. Surge la socialdemocracia en Europa y el comunismo en occidente pasa a ser eurocomunismo. Son demócratas, renuncian a la lucha revolucionaria. Se hacen profesores de universidad y desde esa posición acomodada, con champán y terciopelo, teorizan sin molestarse demasiado en agitar a sus huestes, acaso por miedo a lograr sus objetivos. Llaman burgueses, o peor aún, pequeño-burgueses, a quienes compran el champán por cajas mientras ellos lo hacen a escondidas.
La pregunta que nos hacemos los correctores es qué actitud van a tomar ahora, que la clase media sufre una preocupante reducción de personal. Resurge la clase baja, la más dada por definición a la rebeldía.
El champán no estará nuevamente al alcance de cualquiera.
Se acaba el champán.
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