sábado, 4 de julio de 2009
El misterio de las bolitas. Un caso real.
Sucedió en el cambio de siglo, del XIX al XX, y el misterio de las bolitas se desarrolló durante varias décadas. Varios autores, como Fernández Flórez o Julio Camba, se refirieron al caso en su día. Yo lo conocí a través del gran Prudencio Landín y de su imprescindible obra "De mi Viejo Carnet".
Cientos de personas fueron testigos del caso, que se produjo en muchas ocasiones. Caían bolitas. Cuando se reunían varias respetabilísimas personas en algún lugar, las misteriosas bolitas comenzaban a caer sobre ellas sin eludir a nadie, aunque se cebaban principalmente en aquellas personas que más lo merecían, como aquel señor que no se quitaba el sombrero en lugar cerrado, aquel que no saludaba adecuadamente, o aquel que mostraba una actitud engreída, petulante o inconveniente. A su manera, aquellas misteriosas bolitas, administraban justicia. Eran molestas, aunque indoloras. Y algunas veces alcanzaban tal potencia y velocidad que podían hacer que un cigarro fuera arrancado de los labios del fumador, o que se desbaratase una partida de ajedrez al salir las piezas disparadas tras ser alcanzadas por el misterioso proyectil.
Nadie era capaz de explicar su origen, ni el material del que estaban hechas. Algunos procedieron a su disección, sin que jamás el improvisado análisis diera resultado alguno. El desconcierto era tal que hubo quien, sospechando que el causante de las bolitas pudiera ser el teléfono, de reciente creación en la época, tomaba la precaución de cubrirlo con un sombrero, convencido de que los proyectiles viajaban por conducto eléctrico.
Las bolitas causaban la irritabilidad lógica en las víctimas, pero jamás daño alguno, por lo que nunca se emprendió una investigación oficial sobre el caso. Sin embargo, muchos eran los que teorizaban sobre el asunto y procedían a ofrecer todo tipo de explicaciones al misterio, siempre insatisfactorias. En los círculos más exquisitos, entre los que las bolitas hacían estragos, los comentarios sobre el asunto se sucedían cada día, pues por temporadas, cada día las bolitas caían sobre sus víctimas, sobre sus fichas de dominó, sobre sus cigarros o sus sombreros. Las bolitas caían sobre todo en Pontevedra y Madrid, más en Madrid que en Pontevedra, aunque también existen testimonios de su presencia en otros lugares
El misterio fue por fin parcialmente aclarado, varios años después de que las bolitas dejasen de caer de manera tan misteriosa como habían comenzado a hacerlo. El encargado de desvelar el secreto fue el propio Prudencio Landín, en la obra citada.
Las bolitas las lanzaba uno de aquellos respetables señores. Las hacía con miga de pan. Compactaba el pan hasta que adquiría la textura deseada y luego las dejaba secar para que se endurecieran. Cuando las bolitas estaban listas, cargaba el arsenal en un bolsillo antes de salir de su casa. Lo hacía por pura diversión. Para pasar desapercibido, el Señor de las Bolitas tomaba la precaución de hacerlas rebotar en uno o varios lugares antes de alcanzar su objetivo, a fin de que nadie pudiese adivinar la trayectoria real. Y para desviar cualquier atisbo de sospecha sobre su persona, se lanzaba bolitas a sí mismo de vez en cuando.
Algunas personas, pertenecientes a su selecto círculo social o familiar conocían desde siempre el secreto del Señor de las Bolitas, aunque jamás lo revelaban, bien por vergüenza, bien por miedo a que aquel amigo o pariente, por otra parte una excelente y honorable persona, perdiera el merecido prestigio que siempre había tenido. Y lo pasaban muy mal cada vez que veían caer las bolitas, temerosos de que alguien pudiera conocer la verdad, algo que nunca llegó a suceder.
Se sabe que, en una habitación cerrada en la que sólo había dos personas, caían los proyectiles sin que el acompañante del Señor de las Bolitas llegara a sospechar de él pues había alcanzado la perfección absoluta en el arte del disimulo.
El Señor de las Bolitas llegó a adquirir tal fuerza en los dedos que era capaz de reventar un cristal de un tercer piso con un garbanzo, y la precisión de sus disparos era tan grande que jamás, ni en uno de sus miles de disparos, alcanzó a nadie en un ojo.
Prudencio Landín confiesa que él mismo era pariente y amigo del Señor de las Bolitas, y fue uno de aquellos que sufrió en secreto sus actuaciones. Y, como buen caballero, no llegó nunca a desvelar la identidad del Señor de las Bolitas.
El misterio, por tanto, nunca llegará a aclararse de todo. Tampoco es necesario. Mejor es que el nombre real del Señor de las Bolitas permanezca ignorado, como hasta hoy.
Pero Pontevedra mantiene desde entonces una gran deuda con el Señor de las Bolitas, un justiciero anónimo, pontevedrés ilustre a quien deberíamos dedicar una calle. Avenida del Señor de las Bolitas.
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