Aquella generación maravillosa

Escuchábamos música en la que unos muchachos alegres nos amenazaban de muerte, a nosotros y al resto del mundo, pero no lo sabíamos porque cantaban en euskera. Creíamos que el buen cine era aquella bazofia que hacían Buñuel o Fellini. Íbamos a un concierto y nos parecía magnífico que un cantante malo al que le salía el caballo por las orejas nos vaciara encima una jarra de cerveza. Pensábamos que ver amanecer al salir de un antro de mala muerte era obligatorio.

No aprendíamos absolutamente nada. Celebrábamos la próxima mentira que contaríamos a nuestros padres. Comíamos mal, dormíamos poco, bebíamos a lo grande. Buscábamos la mejor manera de no hacer nada sin que se notase. Nos parecía divertido aburrirnos durante semanas enteras. Dejábamos pasar los años simulando que no pasaban. Reíamos el mismo chiste una y otra vez como si en algún momento hubiera tenido gracia.

Fingíamos luchar por unas libertades que se habían conquistado veinte años atrás. Añorábamos un pasado que otros habían vivido en San Francisco o en Londres como si fuera el nuestro. Creíamos ser punks, o mods, o rockers porque habíamos visto Quadrophenia, convencidos de que aquello contenía un mensaje dirigido a nosotros. Por algún motivo que nunca alcanzaré a comprender llegamos a creer que formábamos parte de la generación que cambiaría el mundo.

Cuando caímos en la cuenta de que los Sex Pistols no fueron más que una panda de imbéciles que no sabían ni coger una guitarra íbamos camino de los cuarenta.